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miércoles, 17 de noviembre de 2010

El Arlequín (Relato-secuela de IT, de Stephen King)

Era como un sueño que empieza a olvidarse al poco tiempo de despertar.
Eso es lo que pensaba Mike Hanlon cuando intentaba recordar a sus amigos de la infancia y lo que habían hecho, lo que quiera que fuera.
La primera vez todos se fueron y olvidaron, todos menos él, que tuvo que quedarse. La segunda vez volvieron a olvidar, pero en esta ocasión él también olvidó, porque la criatura, Eso, había muerto de una vez por todas.
Mientras se recuperaba en la cama del hospital, uno de ellos, Bill,
(¿Era Bill? ¿O Richie? ¿O alguno de los otros? Lo cierto es que si recordaba los nombres era por la estatua conmemorativa. Lo que sabía a ciencia cierta era que uno de ellos era escritor, pero, ¿escritor de qué, novelas, poesía…? )
le había regalado un diario en el que enseguida empezó a volcar sus recuerdos de las últimas horas. Pero dos días después de comenzar el diario las letras empezaron a volverse borrosas y la tinta empezó a correrse, como si las páginas no hubieran sido abiertas en cincuenta años al menos, y sus recuerdos de aquella noche empezaron a desvanecerse, pero él quiso recordar y transcribió el contenido del diario una y otra vez, pero cada vez pasaba lo mismo así que al final desistió y aceptó olvidar.
Pero no del todo, porque aún tenia en su poder los diarios que había escrito durante su investigación de la historia de Derry y de las catástrofes que se sucedieron cada 28 años. Eses no se borraron.
También estaba la estatua conmemorativa, claro, el homenaje a las personas que murieron durante la tormenta de 1985. Allí, en una placa en el pedestal de la estatua, estaba su nombre y el de sus amigos; era la única forma que tenía de recordar sus nombres.
Cuando observaba aquella estatua su interior se llenaba de energía positiva.
Hicimos algo grande”, pensaba, “Algo bueno”. Pero el qué, no lo sabía. Al intentar recordar empezaba a dolerle la cabeza y tenía que desistir.
Así que había olvidado y había seguido con su vida. Pero algunas veces…
Ignoraba la razón, pero había situaciones en las que se sentía paralizado de puro terror y un sudor frío se deslizaba por su espalda.
Cuando veía un globo atado a una cuerda movido por el viento se le ponía la piel de gallina y pensaba: “flotan”, pero ignoraba por qué le venía a la mente esa palabra.
Cuando pasaba por Neibolt Street no podía evitar detenerse y observar la vieja casa, y una sensación de pesadumbre se apoderaba de él.
Algo malo ocurrió aquí”, pensaba, y se quedaba varios minutos viendo la casa sin verla, con su mente a la deriva, buscando lo que no era capaz de recordar hasta que se obligaba a reanudar la marcha.
Pero lo peor de todo era cuando venía el circo al pueblo.
Desde hacía cinco años el circo venía puntualmente al pueblo, coincidiendo con el aniversario de la fundación de Derry. Las calles de llenaban de alegría y alborozo durante tres días, y los niños se lo pasaban de maravilla. Pero no sólo los niños. Todos los negocios cerraban y el pueblo entero se apretujaba en las calles para ver desfilar a la banda de música. Los padres llevaban a sus hijos a las atracciones, los chicos, ya en pleno desarrollo hormonal, trataban de conseguirles a sus novias el peluche grande en las barracas de tiro al blanco, y los que iban en pandilla trataban de impresionarse los unos a los otros a ver quién conseguía hacer sonar la campana con un fuerte golpe de martillo.
Luego le tocaba el turno al circo.
Desfilando seguidamente detrás de la banda de música iba el circo. Así es como se presentaba al pueblo. Payasos, malabaristas, acróbatas, elefantes guiados por sus domadores… Daban una vuelta completa al pueblo por la calle principal y terminaban justo frente a la gran carpa, donde el director animaba a los padres a traer a sus hijos, y a los niños a convencer a sus padres para que los llevaran.
Pero Mike Hanlon nunca entraba.
Ignoraba la razón, pero cuando veía los carteles y folletos repartidos por todo el pueblo con la enorme cabeza sonriente de un payaso, todo su humor se evaporaba y lo invadía una sensación de intranquilidad y desasosiego que lo mantenía clavado al suelo rígido como una estaca de madera.
Tal vez había tenido una mala experiencia de niño, quién sabe, pero lo cierto es que no podía ver a un payaso delante, ni siquiera en pintura.
Todos los años le pasaba igual y el 2001 no fue distinto, salvo por una cosa: fue el año de su muerte.

La mañana del primero de los tres días de festejo, Mike Hanlon se despertó con el ruido de los fuegos artificiales que estaban haciendo explotar en cada rincón del pueblo. Abrió los ojos de golpe y lo primero que pensó fue: “Ya estamos”.
No es que fuera un amargado que odiara las fiestas, pero ya tenía cierta edad y todos los años se repetía la misma historia. Además todos los establecimientos permanecían cerrados y no había adónde ir a parte de a la feria y al circo. O puede que los tres días de festejos llevaran asociado el regreso del circo y de aquellos payasos que despertaban en él sensaciones tan contrarias a las esperadas.
Sea como fuere, Mike se dejó estar unos minutos más antes de levantarse con las dificultades a las que ya se iba acostumbrando, cogió su bastón y entró en el baño a asearse.
Hacía poco más de un año había sufrido un aparatoso accidente del que aún hoy padecía sus consecuencias. Estaba en el segundo piso de la biblioteca subido a una escalera colocando unos libros en la estantería más alta cuando perdió pie, se tambaleó hacia atrás y se cayó desde una altura de diez metros, destrozando una mesa que en aquellos momentos, afortunadamente, estaba libre, y la cadera.
Mike pasó por dos operaciones y una larga y dolorosa rehabilitación que le dejaron una leve cojera que tendría que sobrellevar hasta el fin de sus días.
Al salir del baño se vistió y desayunó, y luego salió a la calle.
La gente ya empezaba a congregarse a lo largo de la calle principal, bien apretujada, y a lo lejos ya se escuchaba a la banda municipal de Derry, con sus trompetas, bombos y platillos, y las majorettes delante, moviendo sus bastones, lanzándolos al aire y cogiéndolos con aquella agilidad tan propia de ellas.
La banda caminaba unos minutos, se detenía al menos uno para exhibir su talento musical y luego reemprendía la marcha. A aquel ritmo el desfile duraría tranquilamente el resto de la mañana.
Unos ochenta o cien metros por detrás iban los del circo. Los elefantes guiados por sus domadores con las trompas levantadas­–los elefantes, no los domadores–, que de vez en cuando se alzaban sobre sus patas traseras y barritaban. Los malabaristas lanzando más de cuatro objetos al aire, algunos caminando, otros bailando mientras lo hacían y otros en equilibrio sobre sus monociclos. Bufones caminando sobre sus grandes zancos y payasos brincando y haciendo volteretas, siempre rodeados por la música del hombre-orquesta que iba en la retaguardia.
La gente se contagiaba de su música y les vitoreaba, y desde los balcones de sus casas algunas personas les arrojaban confeti. En respuesta los payasos lanzaban caramelos a los niños o los mojaban con las flores de sus estrafalarias chaquetas.
Uno de ellos mojó a Mike al pasar por él y el bibliotecario estuvo tentado de darle un bastonazo en toda su roja cabezota.
Cabrón”, pensó Mike, incapaz de verle la maldita gracia. “Seguro que lo ha hecho a propósito”.
Para evitar que volviera a pasar avanzó entre la gente hasta ponerse a la altura de la banda de música, a la que acompañó hasta el final del recorrido. Al llegar a la gran carpa bicolor, músicos y circenses se mezclaron por igual mientras volvía a lanzarse otra mansalva de fuegos artificiales, aunque en menor cantidad. El presupuesto municipal no daba para mucho más.
Al ver a los payasos confraternizando con los músicos, Mike no pudo evitar pensar en lo que le vino a la mente cuando el payaso le salpicó con su flor: John Wayne Gacy, aquel gordito afable que por el día hacía de payaso en fiestas infantiles y que por las noches saciaba su sed de sangre.
Cuando veía un payaso le venía a la mente aquel gordo psicópata. Por el amor de Dios, ¿cómo alguien podía considerarlos graciosos?
Estaba con esas divagaciones cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta y se encontró con una cara amiga. De hecho con dos.
Mike Noonan y su adorable hija de seis años, Kyra.
Mike era el vecino más reciente de Derry. Se había trasladado al pueblo hacía menos de un año, un hecho que había corrido de boca en boca como la pólvora, ya que Mike Noonan era una celebridad. O lo había sido hasta hacía dos años.
Mike era un reconocido escritos de novelas de intriga (un escritor a lo Mary Higgins Clark) hasta que decidió dejarlo. Según le dijo más tarde, se le había acabado el fuelle. Había sufrido un largo bloqueo de escritor tras la muerte de su esposa Jo, y cuando al fin empezó un nuevo libro ocurrieron en su vida una serie de sucesos nada agradables (Noonan no quería hablar de ello y Hanlon no necesitaba escucharlo, aunque había leído en el periódico algo de un tiroteo en el TR-90 donde se mencionaba el nombre del escritor) que le quitaron las ganas de seguir escribiendo.
Al poco de llegar lo convencieron para dar una charla-coloquio sobre el arte de la escritura, sus comienzos, etc., y un par de meses después ya estaba enseñando escritura creativa en el instituto de Derry.
Mike lo conoció cuando fue con su hija a la biblioteca a hacerle el carnet de socia. Mike sabía quién era porque tenía algunos libros suyos en la biblioteca, y se pusieron a hablar mientras le hacía el carnet a la niña. Se cayeron bien desde el principio y al final Noonan le firmó algunos libros.
Coincidieron varias veces más y en cada ocasión mantuvieron conversaciones muy agradables y apasionantes. Fue en una de esas ocasiones cuando Mike le preguntó si podía participar en una charla sobre lo que mejor conocía: la escritura. Afortunadamente había dicho que sí, y su amistad se había visto beneficiada de ello, ya que fue Mike Hanlon el que moderó la charla.
–Mike, vaya susto me has dado–dijo Hanlon estrechándole la mano.
–Lo siento, no lo pretendía.
–No importa, estaba distraído con el espectáculo.
–Sí, es imposible no contagiarse de un ambiente tan festivo. ¿Qué tal la cadera?
Mike se frotó la cadera derecha y se encogió de hombros.
–Ya no volveré a correr la maratón de Nueva York, pero ya lo he asumido. Esta es tu primera vez, ¿no? Me refiero a los festejos del bicentenario de Derry.
–Oh, sí, he pasado una temporada a las afueras de Derry, pero nunca por estas fechas. Esta era una oportunidad que no podía dejar pasar, sobretodo para Ki, ¿verdad, princesa?
–Sí, esto mola.
Noonan le revolvió el pelo y Mike le sonrió a su tocayo. Kyra llevaba un cachorro de labrador sujeto con una correa que no paraba de mover la cola y de lamerle la mano.
–Vaya, ¿quién es este caballero?
–Se llama Stricken y es mi perrito. Tiene nueve meses–dijo Kyra, acariciándole la cabeza y rascándole detrás de las orejas.
–Bonito nombre, creo que nunca lo he oído antes.
–En realidad es Strickland pero ella lo pronuncia así–dijo Noonan–Es una larga historia, no preguntes.
–De acuerdo. ¿Vais a entrar?
–Sí, a Ki le encantan los payasos y los shows con animales. Creo que ya queda poco para que empiece–dijo Noonan consultando su reloj– ¿Te apuntas?
–No, gracias, hace mucho que dejaron de hacerme gracia los payasos. Espero que os lo paséis bien.
–Gracias, Mike. Ki, di adiós al señor Hanlon.
–Adiós, señor Hanlon–dijo Kyra agitando su manita–Di adiós, Stricken.
El perro soltó dos ladridos y Mike se despidió de ellos con la mano. Se quedó un rato allí parado, observando cómo se unían a la cola de la taquilla. Los payasos y acróbatas empezaron a dirigirse a la parte trasera de la carpa, para prepararse para la función. Cerca de él pasó un adolescente con la cara pintada de blanco vestido con un traje de arlequín a rombos rojos y verdes y un sombrero con cuatro puntas con un cascabel en cada una de ellas, subido encima de un monociclo.
–Eh, amigo, ¿no se anima? Seguro que se divierte.
El joven le sonreía de forma grosera, como si supiera de su temor a los payasos y que no le diría que sí.
–No, gracias.
–De todas formas no dejan entrar a negros.
¿Acabo de escuchar lo que creo?
Mike se le quedó mirando, con el ceño fruncido.
– ¿Qué es lo que has dicho?
El arlequín soltó una carcajada y se fue hacia la parte trasera de la carpa, haciendo gestos mímicos de tirar de una cuerda.
He debido de imaginármelo, pensó Mike, viéndolo desaparecer entre los artistas del circo.

Una hora más tarde Mike se hizo la comida y cuando terminó de llenarse la panza se echó una siesta. Soñó con payasos en monociclos y en bicicletas del siglo XIX y con globos flotando por todas partes y cuando se despertó hora y media más tarde bajó a la feria, que estaba en pleno apogeo, aunque lo estaría más por la noche. Se compró algodón de azúcar y almendras garrapiñadas, y lanzó aros y disparó a la diana, y aunque su destreza había mermado con los años se lo pasó de maravilla, a pesar de los premios de consolación que se llevó a casa.
A media tarde regresó a casa a adelantar algo de trabajo. Redactó un borrador en el que solicitaba al Ayuntamiento seis mil dólares para comprar los mejores y más valorados cómics para la biblioteca. Eso sería un buen incentivo para aumentar el número de lectores infantiles y juveniles.
También tenía que organizar la cita mensual del club de lectura del mes siguiente y tenía intención de convocar un concurso de relatos y otro de poesía, cuyas mejores composiciones se publicarían en la revista mensual de Derry. Tal vez llevara adelante el proyecto de crear un taller de escritura de relatos cortos. Tendría que mencionárselo a Noonan, quizá accediera a dirigirlo. Pero eso sería más adelante, antes tenía muchas otras cosas que hacer. La vida del bibliotecario no era un camino de rosas.
Hacia el atardecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse y el cielo se iba tiñendo de un violeta azulado, Mike decidió ir al cementerio a visitar la tumba de su padre. Al cruzar la verja se encontró con Lois Roberts, una anciana de unos setenta y cinco años a la que conocía desde siempre. Hablaron unos minutos y luego ella le dijo que iba a visitar a Ralph. Mike le respondió que iba a hacer lo propio con su padre y se despidió de ella.
Mientras se dirigía a la hilera de tumbas en la que se encontraba la de su padre, no pudo evitar pensar en el señor Roberts. Se entristeció mucho cuando supo que había muerto atropellado, hacía tres años.
Mike recordó cuando aquel fanático antiabortista lo apuñaló en la biblioteca. Menudo susto se había llevado. Él y todos los que estaban allí. En aquellos días había mucho revuelo con Susan Day, una activista proabortista que iba a dar una conferencia sobre el tema en Derry. Hubo muchos altercados, como con aquel Pickering, y luego aquel loco que arrojó una bomba sobre el Centro Cívico desde un avión… Madre mía, menuda se armó aquel día.
En una de sus charlas con Noonan descubrió que él había conocido a Ralph Roberts en su época de donante de sangre, y que lamentó mucho su muerte cuando se enteró por los periódicos. Aquella noche brindaron por Ralph, estuviera donde estuviese.
Mike estuvo diez minutos con su padre y luego fue a hacerle una breve visita a Ralph Roberts. La señora Roberts ya se había ido.
Cuando regresó a su casa y subió las escaleras del porche, vio que alguien había atado un globo rojo al pomo de su puerta.
–Pero, ¿qué…?
Mike empezó a desatar el nudo y mientras trataba de aflojarlo el globo explotó. Mike lanzó un alarido y se encogió instintivamente.
–¿Qué pasa, Mikey, no te gustan los globos?–dijo una voz tras él.
Justo delante del porche estaba el arlequín del monociclo, sonriendo como un demente, con su cara emborronada de blanco. Estaba sentado sobre su monociclo, sin darle a los pedales.
A Mike algo no le encajaba.
¿Por qué no se cae? Nisiquiera se tambalea. Está tan inmóvil como una estatua y no se cae del monociclo.
Era como si el monociclo fuera una prolongación de su cuerpo.
–¿Qué quieres?–le preguntó, agarrando con fuerza la empuñadura de su bastón.
–Oh, Mikey, Mikey, ¿me preguntas qué quiero?–el arlequín soltó una carcajada y comenzó a balancearse como un péndulo, media pedalada hacia delante, media pedalada hacia atrás–Sólo divertirme y dejarme llevar. Eso para empezar.
–¿Pues por qué no das media vuelta y regresas a tu carpa? Apuesto a que allí hay mucha gente divirtiéndose en estos momentos.
El arlequín paró de pedalear y lo miró fijamente, sin dejar de sonreír.
–¿Apostarías tu pellejo?
Mike sintió un escalofrío que le recorrió la columna y su corazón golpeó con fuerza contra el pecho.
Uno de ellos solía decirlo. Apostar el pellejo. Pero, ¿quién?
–Oh, vaya, ¿te encuentras bien, Mikey? Te has puesto pálido, y eso en un negro es algo raro.
El arlequín bajó del monociclo de un salto y se acercó a Mike.
–Ten, para que recuperes la sonrisa…–extendió una mano y en ella apareció un globo negro–¿Ves? Es negro, como tú. Ten, abre la mano.
El arlequín abrió la suya y el globo se elevó en el aire.
–Oh, mira lo que has hecho. Ahora el globo no parará de flotar y flotar hasta llegar a las estrellas. Es lo que tiene el helio, ¿no?
Mike sintió otro escalofrío y retrocedió hasta tocar la puerta con la espalda.
–¿Quién eres?–preguntó en un susurro, poniendo el bastón entre él y el arlequín.
El chico de la cara pintada lo miró brevemente, como si le estuviera preguntando si creía realmente que aquel palo de madera le serviría para algo, y a Mike se le cayó el bastón al suelo.
El arlequín puso cara de consternación.
–Oh, vaya, la edad ya te ha afectado a la memoria, ¿eh, viejo? Supongo que a todos os pasó tras subir de las cloacas. Espera un momento, tú no bajaste, ¿verdad, Mike? Tú te quedaste en tu camita del hospital mientras los demás hacían el trabajo sucio. Una lástima que el pobre Eddie no lo consiguiera.
Mike sintió como si una mano helada le estrujara el corazón y lo redujera al tamaño de una nuez. Abrió los ojos de puro terror y se pegó más a la puerta, como si quisiera traspasarla con su cuerpo.
Ahora recordaba todo, y deseó seguir en la ignorancia.
–Eso es, Mikey–dijo el arlequín, aspirando con fuerza por la nariz–Cuanto más aterrado estás, mejor hueles.
–No es… no es posible. Te… te matamos.
–No, negro, matasteis a mi madre, no a mí–sus dientes se convirtieron en afilados colmillos y todo rastro de simpatía desapareció de su rostro.
–Las crías…
–Sí, mis hermanos y hermanas. Tus amigos mataron a mamá y a mis hermanos, pero yo sobreviví. Me escondí y dormí, esperando a estar lo suficientemente fuerte como para poder salir a la superficie y llevar a cabo mi venganza–el arlequín agarró a Mike del cuello con una mano y lo levantó un palmo del suelo–Ese momento ha llegado y tú tendrás el privilegio de ser el primero–sus ojos se convirtieron en dos puntos de luz que comenzaron a brillar intensamente, y Mike dejó de resistirse.
Era incapaz de apartar la mirada.
–Un negro muerto de miedo–dijo el arlequín, sonriendo–Mi plato favorito.
Y le arrancó el corazón.

A medianoche la criatura con aspecto de arlequín se detuvo frente a la estatua conmemorativa de las víctimas de la tormenta de 1985 y la observó detenidamente. La criatura sabía todo lo que había pasado entonces gracias a la memoria genética característica de su especie, que contenía todos los recuerdos de su progenitor. Llevaba con él un cubo que dejó en el suelo. El cubo contenía la sangre y vísceras del bibliotecario. Metió dos dedos en la sangre y escribió sobre la placa conmemorativa:

¡PENNYWISE ESTÁ VIVO!

La gente creería que era tinta de spray, pero cuando observaran más detenidamente sabrían la verdad y se asustarían. Y él (Eso) se alimentaría. Pero antes buscaría a los otros Perdedores. Eran cuatro y estaban viejos. No lo verían venir.
Luego regresaría a su madriguera a dormir hasta que se hubiera desarrollado del todo y saldría a comer.
La criatura regresó a la casa del negro para esconder allí el cubo y luego empezó a caminar hacia los límites del pueblo.

2 comentarios:

  1. Lo dije antes y te lo repito: es un pedazo de relato!!!! ;D

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  2. jajaja estuvo muy bueno, pero lo escribiste tú o el señor King? tu estilo de narracion es identico a la suya. si fuiste tu, felicidades, deberias se escritor como SK

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