Cuando Ray recibió el
tercer sobre anónimo en un mes, supo con toda seguridad lo que ya
llevaba un tiempo sospechando: que uno de sus vecinos (si no todos)
había descubierto su sucio secreto y no estaba dispuesto a seguir
tolerando su presencia entre ellos. Aunque no necesitó los tres
avisos para percatarse. Antes de recibir el primero, un sobre con su
dirección claramente escrita, sin remitente y en cuyo interior había
tan solo una hoja en blanco, se fijó en que algunas personas le
dedicaban extrañas miradas acompañadas del correspondiente ceño
fruncido, o se le quedaban mirando fija o fugazmente, y a veces
cuchicheaban a sus espaldas. El segundo sobre lo recibió una semana
después. Esta vez no era un papel en blanco sino uno con seis
simples palabras: “Lárgate mientras aún estés a tiempo”. Y la
actitud de sus vecinos se había vuelto claramente hostil. Algunos
dejaron de dirigirle la palabra mientras que otros se negaron a
atenderle en sus establecimientos.
Bueno, pensó Ray,
puede que hayan descubierto que he estado en la cárcel y no lo otro.
Pero si saben que he estado en la cárcel, por fuerza deben saber lo
otro, ¿no?
Con el tercer sobre
tuvo la confirmación. En su interior había un recorte de periódico.
Era el artículo que escribieron cuando lo capturaron. “Atrapado el
Hombre del Saco, un pederasta que violó y asesinó a ocho recién
nacidos”. Así lo llamaron, porque se colaba por la noche en las
casas donde había bebés, abusaba de ellos y los mataba (pero no a
todos), sin que los padres se enteraran de nada. El Hombre del Saco.
A Ray le gustó ese apodo y se rió la primera vez que lo leyó en la
prensa. Durante todo el tiempo que le duró la diversión le
sorprendió que la gente se indignara y se cabreara tanto por lo que
había hecho (cuando lo llevaron detenido hubo muchos padres que
quisieron agredirlo y tuvieron que escoltarlo hasta ponerlo a salvo).
Para Ray los bebés no
eran personas. Solo eran cosas que chillaban, lloraban y se hacían
sus cosas encimas, y Ray los veía como instrumentos destinados para
satisfacerlo, igual que algunas personas recurrían a muñecas
hinchables o consoladores. Cuando lo dijo en el juicio causó todo un
revuelo y algunos padres saltaron por encima de sus asientos con la
intención de agredirlo, y tuvieron que sacarlo de la sala.
La pasión de Ray por
los bebés surgió tras ver una película. En una escena, una mujer
embarazada daba a luz y el hombre que la atendía en el parto, que
iba enmascarado, cogía al bebé, le daba un cachete en el culo, y
luego se lo follaba delante de la madre. No fue esto lo que lo
trastornó (bueno, un poco sí). Lo que hizo de él un depravado fue
ver la reacción de la madre. En vez de ponerse a chillar o a llorar
o tirarse de los pelos, la muy enferma sonreía, como si la pusiera
cachonda que estuvieran violando a su hijo recién nacido delante de
ella. Como si se hubiera quedado embarazada a propósito con ese
objetivo en mente.
Esto afectó tanto a
Ray que tuvo una fuerte erección y a partir de ese día empezó a
ver una y otra vez la película, masturbándose cuando llegaba a esa
escena y con otras similares. Cuando no estaba viéndola se
encontraba pensando en bebés y soñó un par de veces que era él el
enmascarado. En estas ocasiones se despertó descubriendo que había
eyaculado dormido.
El siguiente paso
lógico para Ray fue hacer realidad su fantasía, y un día que se
cruzó con una mujer que paseaba a su bebé en un cochecito empezó a
seguirla desde una distancia segura, hasta que descubrió dónde
vivía. La siguió durante varios días para hacerse una idea de su
rutina, cuál era la habitación del bebé, cuándo acostaba al crío,
cuándo se levantaba a darle el biberón… Así que una noche
decidió hacerlo. Se quedó fuera esperando hasta que la mujer apagó
las luces, esperó a que se durmiera y se coló en la habitación del
bebé tras forzar la puerta principal (sabía que no tenía alarma
porque unas noches antes había roto un cristal de la ventana para
comprobarlo). Entró sigilosamente en la habitación y contempló al
bebé, que dormía plácidamente. Enseguida se le puso dura. Vio que
había un interfono sobre la mesilla de noche y lo apagó, no fuera
que el crío empezara a llorar y la madre se despertara. Cogió al
bebé de la cuna con delicadeza, tratando de que no se despertara, se
tumbó en el suelo, se sacó el miembro, le abrió la boca y se lo
metió hasta el fondo de la garganta. El bebé se despertó y empezó
a llorar y a revolverse y a ahogarse, e incluso vomitó, pero todo
esto no hizo más que poner a Ray todavía más cachondo, y retuvo la
pequeña cabecita contra su vientre hasta que llegó al orgasmo, y
cuando descargó y apartó al bebé, descubrió que ya no respiraba.
Ray se asustó, dejó al crío de nuevo en su cuna y salió corriendo
de la casa, sin importarle si despertaba a la madre. Durante toda la
semana siguiente tuvo tal ataque de nervios que no fue capaz de
dormir ni de comer, pero cuando vio que la policía no acababa de
presentarse en su casa llegó a la conclusión de que no corría
peligro y respiró aliviado. Claro, Ray no estaba fichado, así que
la policía no tenía con qué comparar el ADN del semen dejado en la
boca del bebé. Así que siguió haciéndolo, utilizando el mismo
modus operandi. Seguía a la madre varios días, se colaba en
la casa, violaba al bebé y luego se iba sin que los padres se
dieran cuenta. Ray no hacía distinción, todo le valía. Le daba
igual niño que niña. Los violaba vaginal y analmente o los sometía
a una garganta profunda, y la mayoría de los bebés no sobrevivían
a la experiencia, bien a causa de la hemorragia resultante o por
ahogamiento. Otras veces les rompía el cuello. Pero hubo un par de
ellos que dejó vivir porque le hizo gracia imaginar las caras que
pondrían los padres al entrar en la habitación de su hijo y verle
la cara cubierta de semen.
Pero al final se confío
demasiado y acabaron pillándole. Siguió a una mujer que paseaba a
su bebé todos los días, que resultó ser una policía y el bebé
era en realidad un muñeco, y cuando entró en su habitación y lo
descubrió, se le echaron encima y se acabó lo que se daba. Lo
condenaron a 15 años pero lo dejaron libre a los 7 por buen
comportamiento, aunque tuve que llevar obligatoriamente una tobillera
electrónica para saber dónde estaba en cada momento. La cárcel fue
un infierno para él, porque todo aquello que les hizo a los bebés
se lo hicieron a él un día sí y el otro también, así como sus
buenas palizas. Aquello le quitó las ganas de volver a hacerlo, pero
aún así siguió masturbándose pensando en los bebés. A Ray
tuvieron que trasladarlo un par de veces de pueblo porque sus vecinos
acabaron enterándose de lo que había hecho y llegaron a darle más
de una paliza. Creyó que la tercera sería la definitiva, pero al
parecer su pasado lo seguía como una sombra.
Rememorar lo que había
hecho excitó a Ray y aquella noche se dispuso a ver por enésima vez
su película preferida, pero cuando empezaba a ponerse a tono escuchó
un crujido y un correteo de patitas procedente del techo.
Jodidas ratas, pensó
Ray. No era la primera vez que las oía corretear en el espacio que
había entre el techo del primer piso y el suelo del segundo, a veces
con tanta fuerza que lo despertaban en plena noche, y menudo sentía
que estaba viviendo en la casa de Regan, la niña del Exorcista.
Había tratado de encontrar el agujero por el que se hubieran podido
colar, pero no halló ninguno, como si se hubieran materializado allí
dentro por obra y gracia de Dios.
Miró al techo,
esperando que se volviera a repetir el ruido, pero no lo hizo y Ray
se concentró en la película.
Dos minutos después se
produjo un golpe seco en la pared tras él. Las paredes del salón
estaban hechas de viejas tablas de madera que las termitas habían
sembrado de pequeños agujeritos. Un golpe bien dado podría hacer un
agujero de dimensiones considerables, pero no una rata corriente. Lo
que había producido ese golpe era más grande que una rata. Puede
que un gato o un perro pequeño. ¿Pero cómo se habría colado allí?
El golpe volvió a
producirse seguido de una especie de chillido, un “gaa-gaa”
agudo. Ray se levantó y se acercó a la pared. Si sabía algo sobre
ratas es que no pasaban del “iiiii”. Aquello no podía ser una
rata. La que había tras la pared volvió a golpearla, dos o tres
veces seguidas, emitiendo su “gaa-gaa”. Al mismo tiempo Ray
escuchó el corretear de unas patitas por el techo. Golpeó la pared
con el puño para espantar lo que hubiera detrás.
–¡Eh, ya vale!
Se hizo el silencio
durante unos segundos y entonces los golpes se volvieron más
insistentes, hasta que un gran trozo de madera se desprendió y algo
salió al exterior. Ray se sobresaltó y retrocedió
inconscientemente unos pasos.
–¿Pero qué…?–
Ray no acababa de creerse lo que veían sus ojos. Era un bebé. Pero
no se parecía en nada a los que salían en los anuncios de la tele.
Su piel era grisácea, estaba cubierto de polvo y serrín y tenía
sangre seca y babas alrededor de la boca. ¿Pero cómo pudo haberse
colado ahí dentro? ¿Y durante cuánto tiempo?
–Gaa-gaa–el bebé
empezó a gatear hacia él.
–Eh, amiguito–Ray
lo cogió en brazos y varias cosas ocurrieron al mismo tiempo.
Primero sintió que estaba frío, luego no le notó pulso alguno, un
segundo después el olor a carne descompuesta que emanaba golpeó a
Ray en la nariz y mientras los engranajes de su cerebro lo conducían
a la única conclusión posible, o sea, que el bebé estaba muerto,
pero a la vez vivo (vamos, lo que viene a ser un jodido bebé zombi),
el bebé le mordió en la mano con unos dientes torcidos y afilados
como cuchillos (pero si los bebés no tienen dientes, pensó Ray
mientras sentía cómo le arrancaba un pellejo de piel del dorso de
la mano) y le arañó la cara con sus pequeños dedos provistos de
diminutas y afiladas uñas.
–¡Coño!–Ray
arrojó al bebé sobre el sofá y se llevó la mano a la cara. Los
dedos estaban manchados de sangre y la herida de la mano no tenía
buen aspecto.
–Gaa-gaa–el bebé
se cayó del sofá al suelo con un golpe sordo que le habría
desnucado si hubiera estado vivo, pero se dio la vuelta y gateó
hacia Ray como si nada.
Entonces una parte del
techo se vino abajo y al menos seis bebés zombis cayeron al salón,
con sus espeluznantes “gaa-gaas”. Los bebés zombis empezaron a
gatear hacia él y al mismo tiempo sintió que el primer bebé, el
que había atravesado la pared, se le enganchaba alrededor del pie y
le mordía bajo el gemelo. Ray gritó de dolor y de una patada lanzó
al bebé por el aire. Ray apoyó el pie y sintió tal descarga de
dolor que la pierna le falló y cayó al suelo. Se observó la pierna
y vio que le faltaba un buen trozo de carne. Le dieron arcadas al ver
asomarse los restos del tendón desgarrado. Así no podría apoyar el
pie. Ray vio que los tenía casi encima y trató de buscar algo con
lo que defenderse, pero el trastero donde guardaba las escobas estaba
al otro lado del salón y no le daría tiempo llegar hasta él si
tenía que hacerlo arrastrándose. Cogió el jarrón con flores
amarillas que había sobre la mesa al lado del sofá y se lo arrojó,
pero no sirvió de nada, los bebés siguieron avanzando hacia él.
–¡Por favor, parad,
parad!–exclamó, haciendo gestos con las manos para que se
detuvieran. Los bebés lo hicieron y lo miraron ladeando la
cabeza–Sois vosotros, ¿verdad? Sí, os reconozco a algunos. Lo
siento, por favor, lo siento mucho. Yo no quería haceros daño, no
pude evitarlo. Estaba enfermo, no sabía lo que hacía. No he vuelto
a tocar a un niño desde entonces. Por favor, no me hagáis daño. No
quiero morir.
Los bebés se miraron
entre sí y empezaron a intercambiarse sus “gaa-gaas”, como si
estuvieran manteniendo una conversación de lo más normal. Luego se
volvieron hacia Ray y reemprendieron su gateo. Ray se echó a llorar
y se meó encima. Empezó a gritar cuando comenzaron a morderle, y
solo se calló cuando le desgarraron la garganta con sus pequeños
dientes.
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