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lunes, 10 de diciembre de 2012

Depravado




Cuando Ray recibió el tercer sobre anónimo en un mes, supo con toda seguridad lo que ya llevaba un tiempo sospechando: que uno de sus vecinos (si no todos) había descubierto su sucio secreto y no estaba dispuesto a seguir tolerando su presencia entre ellos. Aunque no necesitó los tres avisos para percatarse. Antes de recibir el primero, un sobre con su dirección claramente escrita, sin remitente y en cuyo interior había tan solo una hoja en blanco, se fijó en que algunas personas le dedicaban extrañas miradas acompañadas del correspondiente ceño fruncido, o se le quedaban mirando fija o fugazmente, y a veces cuchicheaban a sus espaldas. El segundo sobre lo recibió una semana después. Esta vez no era un papel en blanco sino uno con seis simples palabras: “Lárgate mientras aún estés a tiempo”. Y la actitud de sus vecinos se había vuelto claramente hostil. Algunos dejaron de dirigirle la palabra mientras que otros se negaron a atenderle en sus establecimientos.
Bueno, pensó Ray, puede que hayan descubierto que he estado en la cárcel y no lo otro. Pero si saben que he estado en la cárcel, por fuerza deben saber lo otro, ¿no?
Con el tercer sobre tuvo la confirmación. En su interior había un recorte de periódico. Era el artículo que escribieron cuando lo capturaron. “Atrapado el Hombre del Saco, un pederasta que violó y asesinó a ocho recién nacidos”. Así lo llamaron, porque se colaba por la noche en las casas donde había bebés, abusaba de ellos y los mataba (pero no a todos), sin que los padres se enteraran de nada. El Hombre del Saco. A Ray le gustó ese apodo y se rió la primera vez que lo leyó en la prensa. Durante todo el tiempo que le duró la diversión le sorprendió que la gente se indignara y se cabreara tanto por lo que había hecho (cuando lo llevaron detenido hubo muchos padres que quisieron agredirlo y tuvieron que escoltarlo hasta ponerlo a salvo).
Para Ray los bebés no eran personas. Solo eran cosas que chillaban, lloraban y se hacían sus cosas encimas, y Ray los veía como instrumentos destinados para satisfacerlo, igual que algunas personas recurrían a muñecas hinchables o consoladores. Cuando lo dijo en el juicio causó todo un revuelo y algunos padres saltaron por encima de sus asientos con la intención de agredirlo, y tuvieron que sacarlo de la sala.

La pasión de Ray por los bebés surgió tras ver una película. En una escena, una mujer embarazada daba a luz y el hombre que la atendía en el parto, que iba enmascarado, cogía al bebé, le daba un cachete en el culo, y luego se lo follaba delante de la madre. No fue esto lo que lo trastornó (bueno, un poco sí). Lo que hizo de él un depravado fue ver la reacción de la madre. En vez de ponerse a chillar o a llorar o tirarse de los pelos, la muy enferma sonreía, como si la pusiera cachonda que estuvieran violando a su hijo recién nacido delante de ella. Como si se hubiera quedado embarazada a propósito con ese objetivo en mente.
Esto afectó tanto a Ray que tuvo una fuerte erección y a partir de ese día empezó a ver una y otra vez la película, masturbándose cuando llegaba a esa escena y con otras similares. Cuando no estaba viéndola se encontraba pensando en bebés y soñó un par de veces que era él el enmascarado. En estas ocasiones se despertó descubriendo que había eyaculado dormido.
El siguiente paso lógico para Ray fue hacer realidad su fantasía, y un día que se cruzó con una mujer que paseaba a su bebé en un cochecito empezó a seguirla desde una distancia segura, hasta que descubrió dónde vivía. La siguió durante varios días para hacerse una idea de su rutina, cuál era la habitación del bebé, cuándo acostaba al crío, cuándo se levantaba a darle el biberón… Así que una noche decidió hacerlo. Se quedó fuera esperando hasta que la mujer apagó las luces, esperó a que se durmiera y se coló en la habitación del bebé tras forzar la puerta principal (sabía que no tenía alarma porque unas noches antes había roto un cristal de la ventana para comprobarlo). Entró sigilosamente en la habitación y contempló al bebé, que dormía plácidamente. Enseguida se le puso dura. Vio que había un interfono sobre la mesilla de noche y lo apagó, no fuera que el crío empezara a llorar y la madre se despertara. Cogió al bebé de la cuna con delicadeza, tratando de que no se despertara, se tumbó en el suelo, se sacó el miembro, le abrió la boca y se lo metió hasta el fondo de la garganta. El bebé se despertó y empezó a llorar y a revolverse y a ahogarse, e incluso vomitó, pero todo esto no hizo más que poner a Ray todavía más cachondo, y retuvo la pequeña cabecita contra su vientre hasta que llegó al orgasmo, y cuando descargó y apartó al bebé, descubrió que ya no respiraba. Ray se asustó, dejó al crío de nuevo en su cuna y salió corriendo de la casa, sin importarle si despertaba a la madre. Durante toda la semana siguiente tuvo tal ataque de nervios que no fue capaz de dormir ni de comer, pero cuando vio que la policía no acababa de presentarse en su casa llegó a la conclusión de que no corría peligro y respiró aliviado. Claro, Ray no estaba fichado, así que la policía no tenía con qué comparar el ADN del semen dejado en la boca del bebé. Así que siguió haciéndolo, utilizando el mismo modus operandi. Seguía a la madre varios días, se colaba en la casa, violaba al bebé y luego se iba sin que los padres se dieran cuenta. Ray no hacía distinción, todo le valía. Le daba igual niño que niña. Los violaba vaginal y analmente o los sometía a una garganta profunda, y la mayoría de los bebés no sobrevivían a la experiencia, bien a causa de la hemorragia resultante o por ahogamiento. Otras veces les rompía el cuello. Pero hubo un par de ellos que dejó vivir porque le hizo gracia imaginar las caras que pondrían los padres al entrar en la habitación de su hijo y verle la cara cubierta de semen.
Pero al final se confío demasiado y acabaron pillándole. Siguió a una mujer que paseaba a su bebé todos los días, que resultó ser una policía y el bebé era en realidad un muñeco, y cuando entró en su habitación y lo descubrió, se le echaron encima y se acabó lo que se daba. Lo condenaron a 15 años pero lo dejaron libre a los 7 por buen comportamiento, aunque tuve que llevar obligatoriamente una tobillera electrónica para saber dónde estaba en cada momento. La cárcel fue un infierno para él, porque todo aquello que les hizo a los bebés se lo hicieron a él un día sí y el otro también, así como sus buenas palizas. Aquello le quitó las ganas de volver a hacerlo, pero aún así siguió masturbándose pensando en los bebés. A Ray tuvieron que trasladarlo un par de veces de pueblo porque sus vecinos acabaron enterándose de lo que había hecho y llegaron a darle más de una paliza. Creyó que la tercera sería la definitiva, pero al parecer su pasado lo seguía como una sombra.
Rememorar lo que había hecho excitó a Ray y aquella noche se dispuso a ver por enésima vez su película preferida, pero cuando empezaba a ponerse a tono escuchó un crujido y un correteo de patitas procedente del techo.
Jodidas ratas, pensó Ray. No era la primera vez que las oía corretear en el espacio que había entre el techo del primer piso y el suelo del segundo, a veces con tanta fuerza que lo despertaban en plena noche, y menudo sentía que estaba viviendo en la casa de Regan, la niña del Exorcista. Había tratado de encontrar el agujero por el que se hubieran podido colar, pero no halló ninguno, como si se hubieran materializado allí dentro por obra y gracia de Dios.
Miró al techo, esperando que se volviera a repetir el ruido, pero no lo hizo y Ray se concentró en la película.
Dos minutos después se produjo un golpe seco en la pared tras él. Las paredes del salón estaban hechas de viejas tablas de madera que las termitas habían sembrado de pequeños agujeritos. Un golpe bien dado podría hacer un agujero de dimensiones considerables, pero no una rata corriente. Lo que había producido ese golpe era más grande que una rata. Puede que un gato o un perro pequeño. ¿Pero cómo se habría colado allí?
El golpe volvió a producirse seguido de una especie de chillido, un “gaa-gaa” agudo. Ray se levantó y se acercó a la pared. Si sabía algo sobre ratas es que no pasaban del “iiiii”. Aquello no podía ser una rata. La que había tras la pared volvió a golpearla, dos o tres veces seguidas, emitiendo su “gaa-gaa”. Al mismo tiempo Ray escuchó el corretear de unas patitas por el techo. Golpeó la pared con el puño para espantar lo que hubiera detrás.
–¡Eh, ya vale!
Se hizo el silencio durante unos segundos y entonces los golpes se volvieron más insistentes, hasta que un gran trozo de madera se desprendió y algo salió al exterior. Ray se sobresaltó y retrocedió inconscientemente unos pasos.
–¿Pero qué…?– Ray no acababa de creerse lo que veían sus ojos. Era un bebé. Pero no se parecía en nada a los que salían en los anuncios de la tele. Su piel era grisácea, estaba cubierto de polvo y serrín y tenía sangre seca y babas alrededor de la boca. ¿Pero cómo pudo haberse colado ahí dentro? ¿Y durante cuánto tiempo?
–Gaa-gaa–el bebé empezó a gatear hacia él.
–Eh, amiguito–Ray lo cogió en brazos y varias cosas ocurrieron al mismo tiempo. Primero sintió que estaba frío, luego no le notó pulso alguno, un segundo después el olor a carne descompuesta que emanaba golpeó a Ray en la nariz y mientras los engranajes de su cerebro lo conducían a la única conclusión posible, o sea, que el bebé estaba muerto, pero a la vez vivo (vamos, lo que viene a ser un jodido bebé zombi), el bebé le mordió en la mano con unos dientes torcidos y afilados como cuchillos (pero si los bebés no tienen dientes, pensó Ray mientras sentía cómo le arrancaba un pellejo de piel del dorso de la mano) y le arañó la cara con sus pequeños dedos provistos de diminutas y afiladas uñas.
–¡Coño!–Ray arrojó al bebé sobre el sofá y se llevó la mano a la cara. Los dedos estaban manchados de sangre y la herida de la mano no tenía buen aspecto.
–Gaa-gaa–el bebé se cayó del sofá al suelo con un golpe sordo que le habría desnucado si hubiera estado vivo, pero se dio la vuelta y gateó hacia Ray como si nada.
Entonces una parte del techo se vino abajo y al menos seis bebés zombis cayeron al salón, con sus espeluznantes “gaa-gaas”. Los bebés zombis empezaron a gatear hacia él y al mismo tiempo sintió que el primer bebé, el que había atravesado la pared, se le enganchaba alrededor del pie y le mordía bajo el gemelo. Ray gritó de dolor y de una patada lanzó al bebé por el aire. Ray apoyó el pie y sintió tal descarga de dolor que la pierna le falló y cayó al suelo. Se observó la pierna y vio que le faltaba un buen trozo de carne. Le dieron arcadas al ver asomarse los restos del tendón desgarrado. Así no podría apoyar el pie. Ray vio que los tenía casi encima y trató de buscar algo con lo que defenderse, pero el trastero donde guardaba las escobas estaba al otro lado del salón y no le daría tiempo llegar hasta él si tenía que hacerlo arrastrándose. Cogió el jarrón con flores amarillas que había sobre la mesa al lado del sofá y se lo arrojó, pero no sirvió de nada, los bebés siguieron avanzando hacia él.
–¡Por favor, parad, parad!–exclamó, haciendo gestos con las manos para que se detuvieran. Los bebés lo hicieron y lo miraron ladeando la cabeza–Sois vosotros, ¿verdad? Sí, os reconozco a algunos. Lo siento, por favor, lo siento mucho. Yo no quería haceros daño, no pude evitarlo. Estaba enfermo, no sabía lo que hacía. No he vuelto a tocar a un niño desde entonces. Por favor, no me hagáis daño. No quiero morir.
Los bebés se miraron entre sí y empezaron a intercambiarse sus “gaa-gaas”, como si estuvieran manteniendo una conversación de lo más normal. Luego se volvieron hacia Ray y reemprendieron su gateo. Ray se echó a llorar y se meó encima. Empezó a gritar cuando comenzaron a morderle, y solo se calló cuando le desgarraron la garganta con sus pequeños dientes.

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