34. El mapa
Charles le puso a Gabrielle un peso
de un kilo en cada tobillo y le dijo que empezara a levantarlos.
Aquel fue uno de los peores ejercicios que Charles le había
impuesto. En vez de un kilo parecía que tenía veinte en cada
tobillo, y levantarlos unas pocas veces le resultó agotador.
Después de diez minutos Charles le
quitó los pesos, le masajeó las piernas y luego se las metió en
agua caliente con sal.
-Vaya, esto sí que es toda una
recompensa. No sabía que pudiera ser tan relajante.
-Son pequeños trucos que he
aprendido de Daniel. Oye, Gabrielle...
-¿Por qué no me llamas Gabby? Me
gusta más que Gabrielle. Suena mejor. Mis padres me llamaban así.
Cuidado, Charles, se dijo, estás
pisando terreno resbaladizo.
-Está bien. Gabby, entonces. ¿Puedo
hacerte una pregunta personal?
-¿Es del tipo cuál es mi color
favorito o más personal aún?
-Es sobre el tatuaje de tu espalda.
-Oh, entiendo. Claro, no hay
problema. Creo que ya sabes lo que significa.
-Sí, pero, ¿sabes quién te lo
hizo?
Gabrielle bajó la vista y su cara
perdió todo el color.
-Lo siento. Es evidente que te
resulta difícil hablar de ello. Olvida que te lo he preguntado, ¿de
acuerdo? No sé por qué he abierto la boca.
-No, da igual. Tu intención era
buena. Se llamaba Strucker. El Barón Wolfgang Von Strucker. Tenía
una especie de comando al que llamaban Hydra.
-¿Cómo el monstruo mitológico?
-Sí. Él y su comando estaban a
cargo de los experimentos con los presos. Aunque debería decir
torturas. Hacía experimentos sobre cuánto tardaban en morir los que
aspiraban el gas nervioso que él mismo preparaba. A otros les
cortaba un miembro y anotaba cuánto tardaban en desmayarse y
morir... Cosas de ese tipo.
-¿Por qué te tatuó el mapa?
-Pues porque no era estúpido.
Hitler empezaba a perder batallas y Strucker quería tener un cojín
donde caer cuando acabara la guerra. No quería pasar el resto de sus
días en una celda de dos por dos. Sabía dónde estaba el oro de
Hitler, pero como no quería compartirlo, hizo que me tatuaran el
mapa. Por aquel entonces yo ya estaba catatónica y sólo era un
objeto más.
-¿Y qué fue de él?
-Jamás lo han cogido y sé que está
ahí fuera, buscándome. Sólo Dios sabe qué pasará el día que me
encuentre.
Charles la cogió de la barbilla,
suavemente, y la obligó a mirarle.
-Escúchame bien, Gabrielle, aquí
estás a salvo, y ningún nazi loco llegará nunca a estar a menos de
cien kilómetros de ti. Yo no lo permitiré y Eric tampoco. Puedes
estar segura de ello, jamás darán contigo.
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