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lunes, 29 de noviembre de 2010

Cronología Saga Dune

La saga Dune al completo abarca 14 libros (al menos de momento, ya que se están preparando cuatro más, metidos con calzador). Si habéis empezado con la serie y no sabéis cuál toca después, aquí os dejo la lista por orden de lectura.

La saga original, de Frank Herbert, está formada por seis libros:

-DUNE
-MESÍAS DE DUNE
-HIJOS DE DUNE
-DIOS EMPERADOR DE DUNE
-HEREJES DE DUNE
-CASA CAPITULAR

Luego, su hijo Brian Herbert, junto a Kevin J. Anderson (autor de algunos libros de Starwars y Expediente X) sacaron ocho más.

· PRELUDIO A DUNE

Abarca unos 30 años antes de Dune. Va desde la adolescencia de Leto Atreides hasta el nacimiento de Paul.

-DUNE. CASA ATREIDES
-DUNE. CASA HARKONNEN
-DUNE. CASA CORRINO

·LEYENDAS DE DUNE

10.000 años antes de Dune. Trata sobre la guerra contra las Máquinas Pensantes, que se menciona varias veces a lo largo de la serie original, aunque sin profundizar demasiado.

-DUNE. LA YIHAD BUTLERIANA
-DUNE. LA CRUZADA DE LAS MÁQUINAS
-DUNE. LA BATALLA DE CORRINO

Por último, los dos libros que cierran la saga original.

-CAZADORES DE DUNE
-GUSANOS DE ARENA DE DUNE

viernes, 26 de noviembre de 2010

El Juego

Ya que se ha cancelado el concurso de relatos, aquí os presento el mío.


EL JUEGO

El Juego se iba a llevar a cabo en esta ocasión en un viejo almacén abandonado del puerto, a las afueras de la ciudad.
Las reuniones del Juego se realizaban una vez al mes y cada vez era en un sitio diferente. La seguridad era lo más importante, porque su algún día salía a la luz lo que ocurría en aquellas reuniones todos los que estuvieran relacionados con ello de uno u otro modo, pasarían el resto de sus días en prisión.
Andrew me lo había contado todo sobre ellos, al menos todo lo que sabía, y mientras daba vueltas con el coche buscando el almacén no podía dejar de cuestionármelo todo. ¿Y si se daban cuenta de que no era del club? ¿Y si habían cambiado la contraseña? ¿Y si me registraban? ¿Se limitarían a decirme que me fuera o me impedirían salir con vida de allí?
Pero me daba igual. Llevaba años esperando aquella noche. Años de investigación, entrevistas con gente que había jugado o que sólo se habían limitado a observar, de intentos fallidos de localizar cuándo y dónde jugaban. Y no había sido fácil. Aquel era un club muy selecto y no hablaban de sus cosas con cualquiera. Había tenido que ganarme su confianza poco a poco, hasta que finalmente me dijeron el día y el lugar.
Tres años viviendo y respirando por aquella noche. Tres años desde que habían matado a mi hijo. A Gabriel. Y hoy por fin alcanzaría mi venganza.
Tardé unos diez minutos en encontrar el almacén pero cuando lo vi supe que era aquel. Era el único cuyo exterior estaba iluminado. Dos potentes focos de unos cincuenta metros de altura delataban su posición entre dos enormes grúas, como dos faros en la niebla.
Me acerqué con el coche y me detuve frente al portal automático, de al menos treinta metros de largo. A la izquierda estaba la caseta del guardia, pero en vez de un guardia había un hombre de cabeza rapada enfundado en un traje negro y camisa blanca con un auricular en la oreja. Su rostro era serio e inexpresivo, y no dudé que si descubría que era un impostor me mataría allí mismo.
El hombre se acercó y yo bajé la ventanilla.
–Señor.
Saqué mi mano izquierda por la ventanilla y le mostré el anillo con un rubí octogonal engarzado en él. El anillo significaba que era miembro del club. Aquel había pertenecido a mi hijo, y él a su vez lo había conseguido de un conocido suyo que sí era miembro.
–Perdone, ¿tiene un cigarrillo?–me preguntó.
Aquella era la contraseña de seguridad para comprobar que yo era realmente miembro del club y no alguien que pasaba por allí. No había podido dormir pensando que en aquel momento sería cuando me descubrirían. En tres años era muy posible que hubieran cambiado la contraseña, pero uno de mis contactos me había confirmado que no la habían cambiado en treinta años. Yo había tenido mis dudas, pero al parecer había tenido razón.
–Lo siento–respondí–Sólo fumo habanos.
El hombre asintió y dijo por el auricular que abrieran el portal. Cuando éste se abrió unos cinco metros entré con el coche, y mientras se cerraba detrás mío otro hombre con traje y auricular se acercó a mí.
–Yo le aparcaré el coche, señor.
–No me gusta que nadie conduzca mi coche.
El aparcacoches se me quedó mirando, imperturbable. Así que al final me bajé y él se subió.
–Diríjase a la puerta principal. Allí le darán instrucciones–y desapareció detrás del almacén.
Frente a la doble puerta, con los brazos cruzados, había otro hombre con su correspondiente traje negro, pero a diferencia de los otros dos, llevaba una camisa azul.
Respiré hondo y me detuve delante de él. Aquel era el momento decisivo. Me pediría el nombre y me cachearía, descubriendo la navaja de barbero que llevaba en el interior de mi chaqueta. Me llevaría atrás y el y sus amigos matones me usarían de saco de boxeo.
Pero no pasó nada de eso.
Le mostré el anillo y luego el pañuelo rojo que sobresalía del bolsillo izquierdo del pecho de mi chaqueta, y me dijo que subiera por las escaleras. El pañuelo rojo significaba que iba a participar en el Juego. Si salía elegido, claro.
El hombre de la camisa azul me abrió la pesada puerta de acero y yo entré, sintiéndome como si estuviera caminando sobre pétalos de rosas. Uno de los hombres con los que me había entrevistado me había dicho que a los socios les gustaba respetar el anonimato de los miembros del club, así que no me pedirían mi nombre ni me registrarían. Muchos de los miembros eran personas importantes e influyentes y no las humillarían con un registro.
Lo único que necesitaba para entrar eran un anillo y un pañuelo, y así había sido.
Frente a mí había otra puerta, esta individual y de madera, y a mi izquierda unas escaleras que subían. Arriba había una sala de tamaño considerable con al menos cincuenta personas allí reunidas. Chicos de veintipocos años, mujeres de mediana edad, hombres ya entrados en la cuarentena, gente de clase media y de alto nivel social…
Andrew me había hecho una descripción del hombre que había matado a mi hijo, el hombre al que llamaban el Verdugo, pero no estaba allí. Tendría que esperar a que empezara el Juego para verle.
Tras una larga mesa había tres hombres de avanzada edad y expresión adusta que nos observaban como si fueran aves de presa y nosotros unos insignificantes conejos. Frente a ellos sobre la mesa había dos cajas de cartón.
–Damas y caballeros, ¿me prestan atención, por favor?–dijo el de la derecha, un hombre calvo con gafas de cristal grueso, tan delgado que me parecía toda una hazaña que hubiera tenido la fortaleza suficiente de ponerse de pie él solo.
Las conversaciones y murmullos cesaron de golpe y todo el mundo les prestó atención.
–Gracias. Les agradecemos que hayan podido venir. Para los que sean nuevos en esto, les informo que esta noche se llevarán a cabo tres Juegos. Ahora procederemos a elegir a los dos primeros participantes. En esta caja hay unas bolas con un número. Si tienen la bondad, vayan acercándose y cojan una cada uno.
La gente fue acercándose poco a poco y cogiendo sus respectivas bolas. Yo fui de los últimos. Mientras me apartaba de la mesa pude ver que forzosamente iban a sobrar algunas bolas. El hombre que había hablado le dijo al que tenía al lado los números de las bolas que sobraban y éste fue sacándolas de la otra caja.
–Bien–dijo el hombre de las gafas–En esta otra caja están únicamente las bolas con los números que ustedes han sacado. Ahora las removeremos y sacaremos dos al azar.
El tercer hombre, de unos setenta años y algo entrado en carnes, movió las bolas sin apartar la vista de nosotros, y finalmente cogió una.
Yo eché un vistazo a la mía. El diecinueve.
–Treinta y dos–dijo.    
Un hombre de unos cuarenta años y camisa a cuadros multicolores soltó un “¡Ay!”, hizo un gesto seco de asentimiento y se acercó decidido a la mesa.
–Bien–dijo el de las gafas–Un hombre que sabe lo que quiere. Ahora el segundo, por favor.
El viejo gordo volvió a revolver las bolas y no tardó en sacar la segunda.
–Ocho.
Un chico de unos veinticinco años de pelo rubio y espinillas en la cara se abrió paso con andar vacilante hacia la mesa, mirando a su alrededor, como suplicando que alguien lo detuviera. Pero nadie lo iba a hacer. ¿De qué se sorprendía entonces?
–Ahora acompañaré a nuestros dos primeros participantes abajo. Por precaución todos ustedes se quedarán aquí hasta que acabe el Juego. Si lo desean pueden observar su desarrollo a través de los ventanales de su derecha o bien mediante la pantalla que hay a mi espalda. Ah, y si a alguno de ustedes le entra el pánico y decide prescindir de la palabra dada, les recuerdo que mis compañeros van armados.
Dicho esto salió con los dos participantes. Algunos nos acercamos de inmediato a los ventanales para ver lo que se cocía allá abajo, pero la mayoría decidió verlo por la pantalla de televisión.
Abajo había instaladas unas gradas que recorrían todo el perímetro, ocupadas en su totalidad por al menos cien personas, todas ellas impacientes por ver el espectáculo macabro que les esperaba.
Una alambrada separaba las gradas de un especio de aproximadamente cincuenta metros cuadrados, en cuyo centro había una mesa y dos sillas. A unos metros de la mesa había otra mesa más larga cubierta por algún tipo de instrumental. Desde allí no podía distinguirlo, así que me volví hacia la pantalla. Efectivamente se trataba de utensilios metálicos cortantes. Sierras, tenazas, alicates, tijeras de podar, bisturís, un taladro, un soplete…
A un lado de la mesa había un hombre dándole la espalda a la cámara, que estaba ordenando los instrumentos que iba a utilizar.
El Verdugo.
Me acerqué más a la pantalla, hasta quedar a unos cinco metros.
¡Vamos, date la vuelta!, grité mentalmente, ¡déjame verte la cara!
Entonces el ángulo de la cámara se abrió y aparecieron el hombre de gafas y los dos participantes. El público empezó a gritar, pidiendo sangre.
El chico miraba nervioso a su alrededor, blanco como la cera y  apunto de mearse encima. El hombre permanecía sereno, como si aquello no fuera con él.
Finalmente el Verdugo se volvió y yo di un paso hacia delante, memorizando sus rasgos. Unos cincuenta años, pelo muy corto, casi blanco, perilla y bigote negros con canas y mirada muy fría e inexpresiva
Ahora sólo tenía que conseguir acercarme a él y cercenarle la garganta.
El hombre de las gafas se había hecho con un micro y se dirigió al público. Les presentó a los participantes, sin dar sus nombres, claro (eran el señor Treinta y dos y el señor Ocho) y luego al Verdugo, que como todos sabían sería el encargado de ejecutar el Juego. A continuación pasó a explicar las reglas del Juego, pero yo ya las sabía. 
Los dos participantes se quedarían en calzoncillos y echarían a suertes quién empezaría. Luego el Verdugo sacaría un montoncito de tarjetas como las del Trivial y leería una a cada uno. En cada tarjeta había escrita una parte del cuerpo la cual sería extirpada o extraída sin ningún tipo de anestesia. Así seguirían hasta que uno de los dos se desmayara.
El Juego movía muchísimo dinero. Millones. El público allí reunido apostaba grandes cantidades de dinero por quién ganaría, cuántas amputaciones resistiría el perdedor antes de desmayarse, si alguno se mearía encima o si se echaba a llorar… Mucho dinero, y el que no se desmayara se llevaría dos tercios del total.
Un juego de depravados y también de gente desesperada. Eso es lo que le había pasado a Gabriel. Lo habían despedido a causa de la crisis y no fue capaz de encontrar otro empleo, y empezó a ahogarse en facturas. Incluso iban a echarlo de su piso. Ya no sabía qué hacer y entonces oyó hablar del Juego. Si lo hubiera sabido lo habría ayudado, pero hacía años que no nos hablábamos, por mi culpa y mi mente anticuada y conservadora. Cuando me dijo que era marica y nos presentó a su novio, Andrew, me sentí abochornado y avergonzado. ¿Mi hijo? No podía ser. ¿Marica? No, de ningún modo.
Monté en cólera y lo eché de casa. Le dije que ya no era mi hijo y quemé todas sus fotos. Y la siguiente vez que lo vi, estaba irreconocible. Le faltaban varios dedos, una oreja, tenía un ojo fuera de la cuenca ocular…
Nos enteramos por Andrew. Fue él quien llamó a casa. Nos contó lo que sabía de los problemas de Gabriel y nos habló del Juego.
Gabriel se lo había ocultado hasta el último momento.  Cuando Andrew supo lo que pretendía ya era demasiado tarde. Cuando llegó al sitio, mi hijo ya estaba en plena partida, con algunos miembros de menos y chorreando sangre. Intentó llegar hasta él pero le dieron una paliza y lo echaron a la calle.
Irónicamente mi hijo ganó, pero acabó muriendo desangrado. Solía pasar algunas veces y en esos casos el club se quedaba con el dinero. ¿Para qué pagarle a un muerto?
Eso supuso un punto y aparte en mi matrimonio. Mi mujer me culpó de su muerte y se divorció de mí. Yo por mi parte me obsesioné con encontrar ese club y al hombre que lo había matado.
–Antes no era así–dijo una mujer a mi lado, sacándome de mis recuerdos.
–¿El qué?
–Antes eran los propios participantes los que tenían que automutilarse. Pero hubo uno que se echó atrás y le clavó un machete al Verdugo en el hombro. Yo estaba aquí ese día y jamás pensé que lo oiría gritar de aquella manera. Por primera vez, parecía una persona real, como tú y como yo.
Eso era un problema, porque no sería fácil cogerlo por sorpresa.
–Parece que ya empieza–dijo alguien, y todos prestamos atención a la pantalla.
Los dos participantes empezaron a quitarse la ropa hasta quedar en calzoncillos y luego se sentaron. El Verdugo sacó una moneda y les pidió que escogieran.
–Cara–dijo Treinta y dos.
–Cruz–dijo Ocho.
El Verdugo lanzó la moneda al aire. Salió cara.
–Usted empieza.
Treinta y dos ni se inmutó.
El Verdugo se sacó un mazo de tarjetas del bolsillo de su chaqueta y leyó la primera.
–Primera falange del dedo índice de la mano izquierda.
El Verdugo escogió un machete de carnicero. Se acercó al hombre y esperó. Treinta y dos apoyó la mano con firmeza sobre la mesa con los dedos bien separados.
–Adelante.
El Verdugo le sujetó la muñeca con una mano y colocó el filo del machete sobre la articulación de la primera falange. Luego lo levantó sobre su cabeza y lo dejó caer con fuerza. La falange se separó del dedo con facilidad y del corte manó un buen chorro de sangre oscura. La reacción de Treinta y dos fue torcer el rostro en una mueca de dolor y soltar un “¡Ah, joder!”, pero se mantuvo firme como una roca. No como Ocho, que tenía una expresión de pánico y asco en el suyo.
–Se va a venir abajo–dijo alguien detrás de mí.
–No durará ni dos turnos–dijo una mujer.
El Verdugo leyó la siguiente tarjeta.
–Lóbulo oreja derecha–cogió unas tijeras de podar y se acercó al chico, que ya estaba temblando.
–No–suplicó–No puedo. Lo… lo dejo. Abandono–y se puso de pie. El público empezó a abuchearle.
–Nadie abandona el Juego. O te sientas ahora mismo o te clavo esto en la yugular y dejo que te desangres lentamente.
–¿No debería haber alguien de seguridad abajo?–pregunté.
–No es necesario–me respondió alguien–El Verdugo se basta y se sobra.
Y así fue. El chico volvió a sentarse, aunque siguió igual de asustado. El Verdugo colocó las dos hojas de la tijera en torno al lóbulo de su oreja, y las cerró de golpe. El lóbulo saltó en el aire y el chico dio un alarido, llevándose una mano a la oreja mutilada, que enseguida se manchó de sangre.
–Oh, Dios, oh, Dios…
El Verdugo lo ignoró y leyó la siguiente tarjeta.
–Pezón izquierdo–el Verdugo cogió una especie de pinzas de mango largo, similar a las utilizadas por los que hacían piercings para estirar la piel, y una pequeña sierra eléctrica. 
El Verdugo estiró el pezón con la pinza hasta donde pudo y encendió la sierra eléctrica. La hoja empezó a oscilar arriba y abajo rápidamente hasta que los bordes dentados de la hoja se hicieron borrosos. Acercó la hoja al pezón y la sierra empezó a cortar la piel. No fue un corte tan limpio ni tan rápido como se suponía. Quizá fueron tres segundos, pero para Treinta y dos se hicieron eternos. La sierra desgarró la piel del pezón, comiéndose hilos del tejido a medida que avanzaba y salpicando sangre por todo el pecho de Treinta y dos. La expresión de su cara era de verdadero sufrimiento. Tenía los ojos tan fuertemente apretados que llegué a pensar que se los había reventado y que en cualquier momento empezaría a llorar sangre. Cuando el Verdugo acabó, en donde antes estaba el pezón había un círculo rojo que goteaba hilillos de sangre pecho abajo.
Treinta y dos arqueó la espalda y golpeó la mesa con ambos puños.
–¡Joder!
Aquello debía escocer bastante.
El Verdugo tiró el pezón por encima de su hombro y procedió a leer la siguiente tarjeta.
–Pellejo de la frente–sin perder un instante cogió un bisturí de la mesa y se acercó al chico.
–¿Pellejo? ¿Cuánto? O sea, será un trocito, ¿no?–balbuceó Ocho, empapado en sudor.
–Toda la piel de la frente–dijo el Verdugo mecánicamente.
–¡No, por favor! Yo no… Oh, Dios…
No podía verse porque estaba sentado, pero en el suelo surgió un charco de color amarillento.
–Sabía que no tardaría en mearse–dijo alguien detrás de mí.
El Verdugo esquivó el charco de orina y agarró la cabeza del chico desde atrás.
–Ahora no muevas la cabeza o esto será una verdadera chapuza.
Colocó el filo del bisturí bajo la línea del pelo y empezó a deslizarlo con apenas un poco de presión. Una línea roja apareció y empezaron a resbalar hilos de sangre por la frente. Entonces el cuerpo de Ocho sufrió una convulsión y se relajó.
Se había desmayado.
–Bien, ya tenemos ganador–dijo alguien.
–Lo que dije yo, dos turnos–dijo una voz femenina.
El hombre de gafas hizo entrar a dos de sus guardaespaldas y estos cargaron con Ocho fuera de allí. Él los siguió después de hacerle gestos a Treinta y dos de para que los acompañara, y los cinco salieron del ángulo de la cámara.
–Damas y caballeros–dijo el viejo gordo–Mientras mi compañero ultima los detalles para que el ganador reciba su premio y atienden las heridas de ambos, nosotros proseguiremos con el siguiente sorteo.
Esta vez fue el otro hombre el encargado de remover las bolas, un hombre de barba rala y cola de caballo.
–Cuarenta y siete.
Un hombre ligeramente entrado en carnes, pelo desgreñado y barba espesa se dirigió a la mesa sin dudarlo un instante. Parecía extrañamente entusiasmado.
–Quince.
A mi lado una mujer rubia de aproximadamente mi edad se quedó petrificada, con los ojos abiertos como platos observando la bola que sostenía en su palma.
–Quince, por favor–repitió Cola de caballo.
Yo la miré y ella me miró, suplicándome ayuda con los ojos. Y no lo dudé. Aquella era la oportunidad que estaba esperando. Con un gesto rápido cambié mi bola por la suya y levanté el puño mientras iba hacia la mesa.
–Aquí, aquí, estoy aquí.
–Bien, ahora acompañaré a estos caballeros a la zona de juegos. Espero que superen el espectáculo ofrecido por sus compañeros–se rió y bajamos las escaleras tras él.
Cuando entramos en el almacén el público se enardeció. Nos gritaron y vitorearon, deseando ver cómo nos desmembrarían poco a poco. Aquello me sobrecogió, pero me olvidé de ellos y me concentré en el hombre que me esperaba al fondo.
Cola de caballo nos abrió la puerta de la alambrada y tras entrar cogió un candado que había colgado de unos de los huecos de la alambrada.
–¿Para qué es eso?–pregunté.
–Por si os rajáis y os da por escapar–empezó a colocarlo y entonces yo actué rápido.
Saqué la navaja de barbero y con un golpe de muñeca desplegué la hoja. Con la otra mano le tiré de la cola de caballo hacia atrás y mientras comenzaba a protestar le rebané el pescuezo. Cayó hacia atrás, apretándose el cuello con ambas manos inútilmente y ahogándose en su propia sangre. Me dispuse a cachearlo cuando Cuarenta y siete me agarró del brazo.
–¿Pero qué coño haces? ¿Te has vuelto loco o qué?
Le di un codazo en la nariz, rompiéndosela, y lo empujé.
–Apártate de mí o acabarás como él–dije señalándole con la navaja.
El hombre trastabilló hacia atrás, observándose las manos ensangrentadas.
–Oh, Dios, me la has roto, me la has roto…
Algunas personas del público huyeron gritando que efectivamente me había vuelto loco, pero la mayoría se quedó en sus asientos. Habían pagado invertido mucho dinero en aquel Juego y no pensaban irse con las manos vacías.
Registré a Cola de caballo hasta que encontré el arma. Comprobé que estuviera cargada y me volví hacia el Verdugo. Éste no se había movido en ningún momento. Seguía allí de pie, observándome.
–¿Qué quieres?
–Tú mataste a mi hijo, hace tres años. Él ganó este juego de enfermos pero murió desangrado.
–¿Y?
Esperaba que al ver un arma apuntándole le haría arrepentirse de lo que había hecho, pero le era totalmente indiferente.
–¿Y?–grité–¿Cómo que “y”?
–Para mí son todos iguales. Simples trozos de carne que despedazar.
Eso me puso realmente furioso, y le disparé en la rodilla izquierda. Ésta explotó en un amasijo de huesos, carne y sangre, y el Verdugo cayó al suelo, gritando tanto como antes lo había hecho el chico que se había desmayado.
–¿Qué, duele? Pues imagínate lo que sentía mi hijo cuando lo estabas mutilando.
–Lo que vayas a hacer… hazlo… rápido–dijo el Verdugo con la voz temblándole del dolor–Enseguida estarán… aquí.
–Lo sé–y me acerqué a él con la navaja extendida. Dejé la pistola sobre la mesa y me senté a horcajadas sobre él. Le agarré la cabeza y se la golpeé tres veces con fuerza contra el suelo.
–Abre los ojos, cabrón, no quiero que pierdas el conocimiento antes de tiempo.
El verdugo trató de echarme de encima pero le di un puñetazo en toda la boca.
–Creo que seguiré donde tú lo dejaste–y le hice un profundo tajo justo sobre las cejas, y la sangre empezó a resbalarle por las sienes; no paraba de moverse y el corte resultó un tanto irregular. Me dispuse a realizar el corte transversal pero entonces me agarró la muñeca con una mano y me metió el pulgar en el ojo, apretando con fuerza. Noté cómo mi ojo se convertía en una pulpa sanguinolenta y chillé con todas mis fuerzas. Me aparté de él rodando y me levanté, tapándome el ojo con una mano, tan furioso, que le di un fuerte pisotón en sus partes, y escuché cómo las joyas de la corona hacían “chof”.
Chilló como una auténtica niña, transmitiendo por primera vez pánico en su voz.
Fue entonces cuando oí zarandear la puerta de la alambrada. Era uno de los guardaespaldas y tras él estaban los otros dos viejos.
–No puedo abrirla. El candado está por dentro.
–Pues consigue unas putas cizallas–exclamó Gafas de malos modos.
El guardaespaldas desapareció corriendo y yo cogí la pistola y les disparé. Lamentablemente ahora que solo tenía un ojo había perdido la profundidad, así que no todas las balas dieron en su objetivo. Le di dos veces en el pecho a Gafas pero solo una al gordo en el hombro. Entonces este sacó su arma y me disparó. Dos balas en el pecho y una en el estómago. Caí girando sobre mí mismo y empecé a vomitar sangre.
Al final escuché cómo entraban y trataban de socorrer al asesino de mi hijo.
–Oye, parece que se está ahogando y no deja de temblar. ¿Qué coño le pasa?
Y yo sonreí, porque sabía algo que ellos ignoraban. Había bañado la hoja de mi navaja en veneno de viuda negra –tenía una tienda de animales exóticos– y no podían hacer nada para salvarle la vida a tiempo. Así, mientras mi vida se iba apagando, la del asesino de mi hijo también.
Oírlo fue el sonido más maravilloso del mundo. 

jueves, 25 de noviembre de 2010

Sobrenatural, 1ª temporada

Desde Buffy y Ángel que no me enganchaba tanto a una serie de temática sobrenatural. Y eso que la primera vez no me llamó demasiado la atención. Es lo que pasa cuando emiten una serie de este tipo por una cadena pública, que o pasa desapercibida o parece que pierde cualidades. Luego, un día haciendo zapping, estaban poniendo el capítulo “Fe”, donde los hermanos se enfrentan nada menos que a una Parca, y ¡boom!, me enganché automáticamente, y desde entonces soy un incondicional.

¿De qué va?

Dos hermanos van de pueblo en pueblo enfrentándose a todo tipo de criaturas maléficas mientras buscan a su padre, que ha desaparecido tras ir en busca del demonio que mató a su esposa hace veintidós años.

Piloto

Cuando sus hijos eran pequeños John Winchester vio cómo su mujer era asesinada por un demonio. Lejos de tratar de seguir adelante con su vida, se obsesionó con darle caza. Allí donde oía rumores de fantasmas, poltergeist o hombres-lobo, allá iba él, con la esperanza de que se tratara del demonio. Sus hijos lo acompañaban, pero con el paso del tiempo las discusiones entre John y Sam se hicieron más que habituales, así que Sam dejó el negocio familiar y se fue a la universidad.
Dos años más tarde el hermano mayor, Dean, aparece para pedirle ayuda. Su padre se ha ido de caza y ya lleva tres semanas desaparecido. Sam accede a ayudarle, pero sólo por esta vez, y viajan a Jericó, California, siguiendo la última pista de su padre. Allí se enfrentan a una dama de blanco y al acabar, Sam se vuelve a la universidad. Entonces ve cómo su novia muere de la misma forma que su madre, y se une a Dean en la búsqueda de su padre y, por ende, del demonio.

Método

Me encanta el método que siguen los hermanos para afrontar cada caso, como si fueran casos criminales normales. En cada caso Sam y Dean recopilan toda la información, hablan con los testigos e implicados y luego buscan cómo matar a la criatura o fantasma, según sea en cada caso.

Lo que me gusta y lo que no

Me gusta cuando la trama avanza; esto es, cuando los hermanos van siguiendo las pistas que el padre les dejó en su diario. Aunque vaya a ritmo de tortuga, se nota que va avanzando.
No me gusta cuando Sam o Dean buscan en el periódico alguna noticia sobrenatural pero que no lo parece y luego resulta, vaya coincidencia, que dan justo con el caso sobrenatural. Eso me recuerda al freak de la semana de la primera temporada de Smallville. Buff, qué malos tiempos aquellos.
Tampoco me gustan esos capítulos de relleno que no aportan nada, como “Wendigo o “Bichos”. Algunos llegan a ser un poco malillos, pero bueno, tiene que haber de todo en la viña del Señor.
Mis capítulos favoritos son aquellos que tratan alguna leyenda urbana, como el piloto, “Bloody Mary” o “El hombre del garfio”, porque de hecho es un tema que me atrae mucho.
Lo cierto es que tengo un libro titulado “Leyendas urbana de España”, el cual disfruté mucho leyéndolo.

El momento

Para mí el gran momento de la temporada e incluso de toda la serie es el esperado y emotivo encuentro con el padre en el capítulo 16, “Sombra”, y aunque sea breve, merece con creces toda la espera.
Además es algo que te pilla de sorpresa. Alguien ha entrado en el piso de los hermanos y cuando se da la vuelta, ¡boom!, es papá Winchester. Casi me da un infarto, os lo juro. Y lo cierto es que ya iba siendo hora de que ocurriera. Tampoco iban a estar cuatro años buscándolo, la verdad.
Estos son los momentos que hacen que la serie valga la pena.

Música

Otro punto a su favor es su excelente banda sonora. Grandes clásicos del rock y del heavy metal como ACDC, Metallica o Deep Purple acompañan a los hermanos en la carretera. Y para mí la gran revelación fue la canción de Kansas, “Carry on my wayward son”, que abre el último capítulo. Esa canción me gusta tanto que podría estar horas escuchándola.
En el último capítulo hacen un resumen de toda la temporada con esa canción de fondo y, no sé por qué, me pongo nostálgico. Es como si dijera: vale, este ha sido un año duro, lo hemos pasado mal y hemos perdidos a amigos y seres queridos, pero todo eso ha merecido la pena porque hemos llegado hasta aquí, y ahora vamos a cargarnos al malo.

Aquí la letra:


Carry on my wayward son
There'll be peace when you are done
Lay your weary head to rest
Don't you cry no more

Once i rose above the noise and confusion
Just to get a glimpse beyond this illusion
I was soaring ever higher
But i flew too high

Though my eyes could see i still was a blind man
Though my mind could think i still was a mad man
I hear the voices when i'm dreaming
I can hear them say

Carry on my wayward son
There'll be peace when you are done
Lay your weary head to rest
Don't you cry no more

Masquerading as a man with a reason
My charade is the event of the season
And if i claim to be a wise man, well
It surely means that i don't know

On a stormy sea of moving emotion
Tossed about i'm like a ship on the ocean
I set a course for winds of fortune
But i hear the voices say

Carry on my wayward son
There'll be peace when you are done
Lay your weary head to rest
Don't you cry no more
No!

Carry on, you will always remember
Carry on, nothing equals the splendor
Now your life's no longer empty
Surely heaven waits for you


martes, 23 de noviembre de 2010

Mi Top 5 de libros gordos

1. Apocalipsis, de Stephen King. 1.300 páginas.

Un virus acaba con el 99% de la población mundial. Los supervivientes sueñan unos con una anciana negra centenaria y otros con el Hombre Oscuro. La clásica historia del Bien contra el Mal.
Debo reconocer que la primera vez me gustó, pero no me entusiasmó. Lo consideré uno más del montón. Pero la segunda vez… Ah, la segunda vez quedé completamente subyugado. Me absorbió por completo y me convertí inmediatamente al Apocalipsisismo. ¡Mi vida por ti!

2. Los Miserables, de Víctor Hugo. 1.278 páginas.

Estuve desde el año 2000 postergando este libro, pero como han hecho una nueva versión (con toda la pinta de triunfar en los Oscar) pues me animé. La historia en sí es fantástica, pero de vez en cuando Víctor Hugo la deja d elado y se pone a hablar de cosas que no vienen al cuento, y se hace bastante pesado. Aún así vale la pena.

3.La Hora de las Brujas, de Anne Rice. 1.260 páginas.

La historia de los Mayfair, una familia formada por trece generaciones de brujas y de un espíritu que los ronda.
Para cada generación hay una trama y un montón de personajes, y mientras lo leía llegó un momento que no recordaba qué parentesco tenía este con el otro. Para leerlo hay que prepararse un croquis con el árbol genealógico, creedme.
El libro está bien hasta cierto punto, pero el final no me gustó nada. Me sentí indignado y traicionado y quise tirar el libro a la basura.

4. El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. 1.235 páginas.

La primera vez que lo leí fue un ejemplar de 1.100 páginas, pero esta vez me leí la edición que sacaron en el centenario del nacimiento de Tolkien, que aparte del libro incluye un apéndice de 100 páginas, el cual incluye una especie de resumen de "El Silmarillion", idiomas, orígenes de razas, etc. Creo que sobran las presentaciones. ESDLA es la gran obra de la vida de Tolkien y supone una de las bases de la fantasía actual. Indispensable en la biblioteca de todo aquel que se considere un gran lector.  

 5. IT, de Stephen King. 1.215 páginas.

Un monstruo con forma de payaso despierta cada 28 años para alimentarse de niños. En los años sesenta siete amigos se enfrentan a Eso y lo vencen. En la actualidad, ya de adultos, tendrán que volver a hacerle frente de nuevo.
Uno de los libros más terroríficos de todos los tiempos. ¿Para qué decir más?




lunes, 22 de noviembre de 2010

Flashforward, de Robert J. Sawyer


Me parece increíble que la serie y el libro en el que se basa no se parezcan en nada. Y es que sólo tienen en común dos cosas: el desvanecimiento y uno de los personajes.
No sé cómo Robert J. Sawyer pudo consentir que se pasaran por el forro su historia de esa forma. Si hubiera sido yo me habría cabreado bastante, la verdad. Y aunque en la serie hay más misterio, al menos en el libro dan una explicación bastante aceptable al desvanecimiento.
El libro me encanta porque entre el flashforward y el momento en que descubren la explicación de que se produjera, se plantean varias teorías de mecánica cuántica y del espacio­-tiempo que, para un entusiasta de los viajes temporales como yo, ver cómo discuten y razonan sobre si es posible o no tal teoría o paradoja temporal, es un auténtico gozo.
Eso sí, el final ya no me gustó tanto. Digamos que es demasiado sci-fi para mí.

Argumento

Bueno, el argumento es muy similar al de la serie (en realidad tendría que ser al revés, pero en fin…)
Lloyd Simcoe es un científico del CERN que está a cargo del LHC o colisionador de hadrones. Él y su equipo planean recrear el Big Bang y obtener el bosón de Higos, la partícula cuya interacción dota de masa a las demás. Pero cuando inicia el experimento Lloyd tiene una visión de sí mismo de mayor, casado con una mujer que no es su actual prometida. Cuando despierta descubre que no ha sido el único, sino que ha ocurrido a nivel planetario. Mientras el mundo se pregunta si lo que han visto es el futuro y si puede cambiarse o no, el equipo de Lloyd inicia una investigación para averiguar cómo pudo haber ocurrido, y paralelamente crean una página web para que la gente vaya contando sus visiones.

Diferencias

Entre la serie y el libro hay bastantes diferencias, como por ejemplo:
–En la serie el flashforward es de seis meses. En el libro de 21 años.
–En la serie el desvanecimiento dura 2:17 segundos. En el libro 1:43 segundos.
–En el libro Lloyd Simcoe se ve casado con otra mujer que no es su prometida. En la serie es la mujer del protagonista la que se ve con otro hombre.
–En ambos el compañero del protagonista no tiene flashforward aunque en el libro es griego y en la serie coreano.

Teorías

Interpretación de Muchos Mundos

Interpretación de Muchos Mundos o IMM dice que, cada vez que un evento puede tomar dos destinos, en vez de tener que tomar uno u otro, toma ambos, cada uno en un universo separado.

Ley de Niven

Larry Niven es un escritor de ciencia-ficción que postuló que en un universo en el que los viajes temporales fueran posibles, no se inventaría jamás ninguna máquina del tiempo, ya que esto provocaría una paradoja temporal.
En uno de sus relatos, un científico está construyendo una máquina del tiempo y justo cuando termina el sol estalla en una supernova. El universo mismo impide que viaje en el tiempo para que no se produzca ninguna paradoja.

Gato de Schrödinger

Pon un gato en una caja sellada con un frasco de veneno que tiene un 50% de probabilidades de activarse en el periodo de una hora. Al final de la hora abre la caja y comprueba si el gato está vivo. Según la versión estándar de la mecánica cuántica, hasta que alguien mire dentro el gato no está ni vivo ni muerto, sino en una superposición de ambos estados posibles; el acto de mirar obliga al gato a decidir por uno de los dos resultados posibles. Excepto que, como la observación podría resolverse de dos maneras, lo que los defensores del IMM sostenían era que en realidad el universo se dividía en el momento de la observación. Uno de ellos continuaría con el gato muerto y el otro con él vivo.
En la Interpretación Transaccional o IT, el gato envía una “oferta” en forma de onda física, que viaja hacia delante en el futuro y atrás en el pasado. Cuando la onda de oferta alcanza el ojo, éste envía una onda de “confirmación”, que viaja hacia el pasado y hacia el futuro. Las ondas de oferta y confirmación se cancelan en todo el universo, salvo en la línea directa entre el gato y el ojo, donde se refuerzan, produciendo una transacción. Como el gato y el ojo se han comunicado a través del tiempo, no hay ambigüedad y no hay necesidad de frentes colapsados: el gato existe dentro de la caja en el estado exacto en que al fin será observado. Además no hay división del universo en dos; como la transacción cubre todo el periodo relevante, no hay necesidad de ramificarse: el ojo ve al gato como siempre estuvo, ya sea vivo o muerto.

Principio de exclusión de Pauli

El Principio de exclusión de Pauli se aplicaba originalmente sólo a los electrones: dos electrones no pueden ocupar simultáneamente el mismo estado energético. (Puede que esto os suene de Fringe: dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo). En este caso también se puede aplicar al “ahora”: sólo puede haber un “ahora”. Al enviar el “ahora” del 2009 al 2030, el “ahora” del 2030 es desplazado a su vez hacia el futuro, creando así una reacción en cadena.
Entonces, si alguien, por ejemplo, destruyera el LHC en 2030, el “ahora” del 2030 no se desplazaría al futuro y por tanto no dejaría el hueco para el “ahora” del 2009, y de esta forma no tendría lugar el primer flashforward u no moriría toda esa gente. Da que pensar, ¿eh?

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Se Busca (Relato-secuela de La Torre Oscura) ¡Ojo Spoilers!

Mike Oslon colocó la manguera del surtidor de gasolina en su posición inicial, le devolvió el cambio al hombre del Chevrolet junto con las llaves y le deseó un buen viaje.
–Eh, Jerry–llamó Mike, una vez el hombre del Chevrolet se hubo marchado, al otro empleado de la gasolinera que estaba en un surtidor situado a unos treinta metros.
–Dime–dijo Jerry, que estaba llenando el depósito de una moto de cross.
–Voy un momento al baño. Cúbreme, ¿vale?
–Tranquilo–dijo Jerry, haciéndole un gesto con la mano mientras miraba de reojo el contador del surtidor.
Mike le devolvió el saludo y se fue al baño.
La gasolinera estaba vacía a excepción del motorista y Mike suponía que le daría tiempo a echar una meada antes de que viniera alguien. Además estaban ellos dos, de sobra para los tres surtidores que había en la gasolinera. En la antigua gasolinera había dos, pero tras la reforma el nuevo dueño decidió instalar uno más.
Mike empezó a bajarse la cremallera del mono antes de abrir la puerta y cuando entró en el baño se detuvo de golpe, sorprendido.
Allí, frente al espejo, había un hombre.
¿Pero cómo ha entrado?, se preguntó Mike mientras cerraba la puerta tras él. Llevo cuatro horas trabajando y no le he visto pasar.
–Oh, lo siento, pensé que no había nadie–se disculpó, mientras echaba un vistazo a aquel desconocido.
Aquel hombre parecía sacado de una película de gángsters de los años cincuenta. Llevaba una gabardina negra que le rozaba las suelas de los zapatos y un sombrero de fieltro inclinado ligeramente hacia delante le cubría la frente. Llevaba unos guantes también negros y se estaba observando detenidamente la cara, tocándosela con los dedos, como si estuviera buscando alguna imperfección.
Lo más increíble de todo era que afuera había 38º y el hombre, con todo lo que llevaba puesto encima, no sudaba ni una gota, mientras que Mike sentía el sudor deslizarse por su pecho y abdomen.
– ¿Lo ha llenado?– preguntó el desconocido con una voz rasposa, casi un susurro, y Mike se sintió intranquilo. Su voz sonaba como si el hombre llevara diez años sin abrir la boca y hubiera roto su voto de silencio en aquel preciso momento.
– ¿Disculpe?–preguntó Mike, desconcertado.
El hombre se volvió hacia él y le mostró una extraña sonrisa. Mike retrocedió un paso instintivamente. El hombre sonreía, pero sólo la mitad derecha de su boca. La otra mitad estaba rígida, como si hubiera sufrido una embolia no hacía mucho.
Entonces Mike se fijó en un detalle que se le había escapado al principio. En la solapa derecha de la gabardina el hombre llevaba un pin, un ojo escarlata abierto del todo.
– ¿Qué le pasa en la boca?
El hombre se giró hacia el espejo y se dio unos pellizcos el la comisura izquierda del labio, estirándolo unos centímetros. Volvió a sonreír ante el espejo y esta vez lo hizo con toda la boca.
–Mejor. ¿Lo ha llenado ya?
– ¿El qué?
–Mi Buick. ¿Lo ha llenado?
– ¿Que… qué Buick? Afuera no hay ningún Buick.
¿De dónde ha salido este tío?
–Si ha venido en coche creo que se lo han robado, porque fuera no está.
Entonces el hombre se rió, pero no fue una risa agradable. Era como si se estuviera atragantando, y Mike sintió que se le ponía la piel de gallina.
–Nadie se atrevería a robarlo.
Este tipo está sonado, pensó Mike, ojalá se marche pronto y me deje mear en paz.
– ¿Dice que no está fuera?
Mike asintió con la cabeza sin dejar de mirarlo.
–Espere un momento. Esto es Pensilvania, ¿no?
–Sí.
¿Es que no sabe en qué estado se encuentra? Este tío ha debido tomar algo.
– ¿Gasolinera Jenny?
Confirmado, este tío está fumado.
– ¿Jenny? No, hombre, la gasolinera Jenny quebró hace casi treinta años. Hace cuatro o cinco años el dueño de una cadena la compró y reformó. Ahora es la OPEC.
El hombre abrió los ojos al máximo, sorprendido.
– ¿En qué año estamos?
–2009.
Este tío está mal de la cabeza. ¿Cómo no puede saber en qué año estamos?
–Vaya, creo que he perdido la noción del tiempo. Ha sido una reunión realmente larga–y volvió a reírse de aquella forma tan desagradable.
–De acuerdo.
Tú síguele la corriente, mantenlo tranquilo, no conviene poner nervioso a un pirado.
–Oiga, si le han robado el coche puede ir a la comisaría a denunciarlo. Quién sabe, puede que hayan encontrado su coche.
–Es posible, es posible–el desconocido avanzó hacia él y Mike se envaró. Cuando pasó por su lado Mike captó un olor como de huevos podridos y tuvo que volver la cara para no marearse.
Vamos, márchate ya.
Pero el desconocido no se marchó. Pasó la cadena de seguridad por el pasador y se volvió hacia Mike. Éste se puso nervioso y retrocedió.
– ¿Por qué ha cerrado la puerta?
–Tranquilo, amigo, no va a pasarle nada.
–No estoy solo, mi compañero se extrañará si tardo mucho en salir.
–Sólo quiero que hablemos.
El hombre puso una mano sobre su hombro y a pesar de llevar guantes, Mike se sintió asqueado. Era como si algo mugriento y supurante de pus lo hubiera agarrado.
Mike se sacudió la mano del hombro y retrocedió tambaleándose.
–No me toque–gimoteó–No vuelva a hacerlo, por favor.
El hombre sonrió y asintió con la cabeza.
–Claro, claro, siempre que me diga lo que quiero saber.
–Le ayudaré si está en mi mano.
–Bien. Quiero que vea esta foto y me diga si reconoce a este perro.
El hombre metió la mano en el bolsillo interior izquierdo de su gabardina y le mostró la foto de un chico. Tendría unos veinte años, el pelo largo, una corta perilla y unos pocos pelos en el labio superior.
¿Por qué lo ha llamado perro?
– ¿Es usted poli?
El hombre se carcajeó y sonó como unas uñas rasgando una pizarra.
–Claro, ¿por qué no?
No, es todo lo contrario. Más bien parece un matón.
–Este perro responde al nombre de Patrick, Pat para los amigos y es muy dócil y juguetón–el hombre volvió a reírse de nuevo y el olor a huevos podridos golpeó a Mike en toda la cara–Eso de que responde es una forma de hablar, porque es mudo. Se peleó con un gato y el gato le arrancó la lengua y se la comió.
Como una cabra.
–No, lo siento, no lo he visto. ¿Qué ha hecho?
–No se deje engañar por su aspecto de cachorrillo inocente, este perro es un criminal muy peligroso. Atentó contra el Rey y por su culpa el Rey ha caído.
– ¿El Rey? ¿Qué Rey?
–El único y verdadero. El Rey Carmesí.
Está peor de lo que imaginaba. ¿Rey Carmesí? ¿Y cómo se llamaba la reina, Reina de Corazones?
–Oiga, ¿se encuentra usted bien o ha tomado algo?
El hombre resopló por la nariz y le golpeó el pecho con el dedo índice. Mike sintió como si le hubieran golpeado con una maza de acero. Se quedó sin aliento y se tambaleó hasta chocar contra el lavabo, con la mano aguantándose el pecho. Cuando se irguió, vio que los ojos del hombre eran completamente naranjas, sin nada de blanco.
–No, escoria inmunda, no estoy bien. De hecho estoy muy lejos de estar bien. El Rey ha caído. Algul Siento ha sido arrasado. Los can-toi han sido masacrados. Sólo nos salvamos un grupo de seis, que en ese momento nos encontrábamos de viaje, captando nuevos disgregadores. Todos los disgregadores han desaparecido. Ha sido cosa de ese pistolero y de su maldito ka-tet, y estoy seguro de que ese perro viejo de Ted le ha ayudado. Le prometo una cosa, señor empleado de gasolinera, en cuanto encuentre a ese pintor de tres al cuarto y le obligue a deshacer lo que ha hecho, en cuanto vuelva a dibujar al Rey en toda su gloria y esplendor, iré a por el viejo Ted y lo traeré de vuelta. Otra vez. Y seguirá haciendo su trabajo. Entonces sí que estaré bien–el hombre soltó una seca carcajada y Mike vio con espanto que sus ojos volvían a ser negros–Lo único bueno de todo esto es que el pistolero ha vuelto al punto de partida, ha vuelto a comenzar su búsqueda y así será por siempre jamás. Ka. El destino es una rueda, ¿lo sabía? No volverá a ser un problema para nosotros.
El hombre sonrió ante la expresión de absoluto horror de Mike y le palmeó el hombro.
–Venga, ¿por qué no va a mear? Se lo ha ganado. Yo por mi parte seguiré su consejo e iré a la policía a preguntar por mi coche. No puedo buscar a ese perro a pie, ¿verdad?–y le guiñó un ojo.
– ¿Se va a marchar?
–Vaya a mear. Cuando salga ya me habré ido.
Mike dudó un momento y le dio la espalda, aterrado. Entró en el retrete y tardó un buen rato en echar el chorro. Mientras lo hacía no escuchó ningún ruido procedente del otro lado. Cuando salió después de sacudírsela–sólo dos veces, tres es una paja­–esperaba toparse con el hombre allí de pie, pero se había esfumado. Salió afuera pero no vio ni rastro de él.
–Eh, Mike, ¿estás bien?–le preguntó Jerry, llenando el depósito de un 4x4–Parece que hayas visto un fantasma.
–Sí. Oye, ¿no has visto salir a un tío con gabardina?
– ¿Un tío con gabardina? ¿Seguro que estás bien?–le preguntó Jerry, riéndose.
– ¿Entonces no lo has visto?
–Eh, Mike, ¿por qué no vas a refrescarte la cara un poco? Has debido pillar una insolación. Del baño sólo has salido tú.
Mike asintió lentamente y miró a su alrededor. Ni rastro del hombre.
Seguramente había sido eso, una insolación. No podía ser real. Imposible. Entró de nuevo en el baño, se mojó la cara y el cuello y se miró al espejo. Rey carmesí, menuda locura. Había sido sólo eso, una insolación. Esas cosas no pasaban. Se dio una pequeña bofetada, meneó la cabeza y regresó al trabajo.



El Arlequín (Relato-secuela de IT, de Stephen King)

Era como un sueño que empieza a olvidarse al poco tiempo de despertar.
Eso es lo que pensaba Mike Hanlon cuando intentaba recordar a sus amigos de la infancia y lo que habían hecho, lo que quiera que fuera.
La primera vez todos se fueron y olvidaron, todos menos él, que tuvo que quedarse. La segunda vez volvieron a olvidar, pero en esta ocasión él también olvidó, porque la criatura, Eso, había muerto de una vez por todas.
Mientras se recuperaba en la cama del hospital, uno de ellos, Bill,
(¿Era Bill? ¿O Richie? ¿O alguno de los otros? Lo cierto es que si recordaba los nombres era por la estatua conmemorativa. Lo que sabía a ciencia cierta era que uno de ellos era escritor, pero, ¿escritor de qué, novelas, poesía…? )
le había regalado un diario en el que enseguida empezó a volcar sus recuerdos de las últimas horas. Pero dos días después de comenzar el diario las letras empezaron a volverse borrosas y la tinta empezó a correrse, como si las páginas no hubieran sido abiertas en cincuenta años al menos, y sus recuerdos de aquella noche empezaron a desvanecerse, pero él quiso recordar y transcribió el contenido del diario una y otra vez, pero cada vez pasaba lo mismo así que al final desistió y aceptó olvidar.
Pero no del todo, porque aún tenia en su poder los diarios que había escrito durante su investigación de la historia de Derry y de las catástrofes que se sucedieron cada 28 años. Eses no se borraron.
También estaba la estatua conmemorativa, claro, el homenaje a las personas que murieron durante la tormenta de 1985. Allí, en una placa en el pedestal de la estatua, estaba su nombre y el de sus amigos; era la única forma que tenía de recordar sus nombres.
Cuando observaba aquella estatua su interior se llenaba de energía positiva.
Hicimos algo grande”, pensaba, “Algo bueno”. Pero el qué, no lo sabía. Al intentar recordar empezaba a dolerle la cabeza y tenía que desistir.
Así que había olvidado y había seguido con su vida. Pero algunas veces…
Ignoraba la razón, pero había situaciones en las que se sentía paralizado de puro terror y un sudor frío se deslizaba por su espalda.
Cuando veía un globo atado a una cuerda movido por el viento se le ponía la piel de gallina y pensaba: “flotan”, pero ignoraba por qué le venía a la mente esa palabra.
Cuando pasaba por Neibolt Street no podía evitar detenerse y observar la vieja casa, y una sensación de pesadumbre se apoderaba de él.
Algo malo ocurrió aquí”, pensaba, y se quedaba varios minutos viendo la casa sin verla, con su mente a la deriva, buscando lo que no era capaz de recordar hasta que se obligaba a reanudar la marcha.
Pero lo peor de todo era cuando venía el circo al pueblo.
Desde hacía cinco años el circo venía puntualmente al pueblo, coincidiendo con el aniversario de la fundación de Derry. Las calles de llenaban de alegría y alborozo durante tres días, y los niños se lo pasaban de maravilla. Pero no sólo los niños. Todos los negocios cerraban y el pueblo entero se apretujaba en las calles para ver desfilar a la banda de música. Los padres llevaban a sus hijos a las atracciones, los chicos, ya en pleno desarrollo hormonal, trataban de conseguirles a sus novias el peluche grande en las barracas de tiro al blanco, y los que iban en pandilla trataban de impresionarse los unos a los otros a ver quién conseguía hacer sonar la campana con un fuerte golpe de martillo.
Luego le tocaba el turno al circo.
Desfilando seguidamente detrás de la banda de música iba el circo. Así es como se presentaba al pueblo. Payasos, malabaristas, acróbatas, elefantes guiados por sus domadores… Daban una vuelta completa al pueblo por la calle principal y terminaban justo frente a la gran carpa, donde el director animaba a los padres a traer a sus hijos, y a los niños a convencer a sus padres para que los llevaran.
Pero Mike Hanlon nunca entraba.
Ignoraba la razón, pero cuando veía los carteles y folletos repartidos por todo el pueblo con la enorme cabeza sonriente de un payaso, todo su humor se evaporaba y lo invadía una sensación de intranquilidad y desasosiego que lo mantenía clavado al suelo rígido como una estaca de madera.
Tal vez había tenido una mala experiencia de niño, quién sabe, pero lo cierto es que no podía ver a un payaso delante, ni siquiera en pintura.
Todos los años le pasaba igual y el 2001 no fue distinto, salvo por una cosa: fue el año de su muerte.

La mañana del primero de los tres días de festejo, Mike Hanlon se despertó con el ruido de los fuegos artificiales que estaban haciendo explotar en cada rincón del pueblo. Abrió los ojos de golpe y lo primero que pensó fue: “Ya estamos”.
No es que fuera un amargado que odiara las fiestas, pero ya tenía cierta edad y todos los años se repetía la misma historia. Además todos los establecimientos permanecían cerrados y no había adónde ir a parte de a la feria y al circo. O puede que los tres días de festejos llevaran asociado el regreso del circo y de aquellos payasos que despertaban en él sensaciones tan contrarias a las esperadas.
Sea como fuere, Mike se dejó estar unos minutos más antes de levantarse con las dificultades a las que ya se iba acostumbrando, cogió su bastón y entró en el baño a asearse.
Hacía poco más de un año había sufrido un aparatoso accidente del que aún hoy padecía sus consecuencias. Estaba en el segundo piso de la biblioteca subido a una escalera colocando unos libros en la estantería más alta cuando perdió pie, se tambaleó hacia atrás y se cayó desde una altura de diez metros, destrozando una mesa que en aquellos momentos, afortunadamente, estaba libre, y la cadera.
Mike pasó por dos operaciones y una larga y dolorosa rehabilitación que le dejaron una leve cojera que tendría que sobrellevar hasta el fin de sus días.
Al salir del baño se vistió y desayunó, y luego salió a la calle.
La gente ya empezaba a congregarse a lo largo de la calle principal, bien apretujada, y a lo lejos ya se escuchaba a la banda municipal de Derry, con sus trompetas, bombos y platillos, y las majorettes delante, moviendo sus bastones, lanzándolos al aire y cogiéndolos con aquella agilidad tan propia de ellas.
La banda caminaba unos minutos, se detenía al menos uno para exhibir su talento musical y luego reemprendía la marcha. A aquel ritmo el desfile duraría tranquilamente el resto de la mañana.
Unos ochenta o cien metros por detrás iban los del circo. Los elefantes guiados por sus domadores con las trompas levantadas­–los elefantes, no los domadores–, que de vez en cuando se alzaban sobre sus patas traseras y barritaban. Los malabaristas lanzando más de cuatro objetos al aire, algunos caminando, otros bailando mientras lo hacían y otros en equilibrio sobre sus monociclos. Bufones caminando sobre sus grandes zancos y payasos brincando y haciendo volteretas, siempre rodeados por la música del hombre-orquesta que iba en la retaguardia.
La gente se contagiaba de su música y les vitoreaba, y desde los balcones de sus casas algunas personas les arrojaban confeti. En respuesta los payasos lanzaban caramelos a los niños o los mojaban con las flores de sus estrafalarias chaquetas.
Uno de ellos mojó a Mike al pasar por él y el bibliotecario estuvo tentado de darle un bastonazo en toda su roja cabezota.
Cabrón”, pensó Mike, incapaz de verle la maldita gracia. “Seguro que lo ha hecho a propósito”.
Para evitar que volviera a pasar avanzó entre la gente hasta ponerse a la altura de la banda de música, a la que acompañó hasta el final del recorrido. Al llegar a la gran carpa bicolor, músicos y circenses se mezclaron por igual mientras volvía a lanzarse otra mansalva de fuegos artificiales, aunque en menor cantidad. El presupuesto municipal no daba para mucho más.
Al ver a los payasos confraternizando con los músicos, Mike no pudo evitar pensar en lo que le vino a la mente cuando el payaso le salpicó con su flor: John Wayne Gacy, aquel gordito afable que por el día hacía de payaso en fiestas infantiles y que por las noches saciaba su sed de sangre.
Cuando veía un payaso le venía a la mente aquel gordo psicópata. Por el amor de Dios, ¿cómo alguien podía considerarlos graciosos?
Estaba con esas divagaciones cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta y se encontró con una cara amiga. De hecho con dos.
Mike Noonan y su adorable hija de seis años, Kyra.
Mike era el vecino más reciente de Derry. Se había trasladado al pueblo hacía menos de un año, un hecho que había corrido de boca en boca como la pólvora, ya que Mike Noonan era una celebridad. O lo había sido hasta hacía dos años.
Mike era un reconocido escritos de novelas de intriga (un escritor a lo Mary Higgins Clark) hasta que decidió dejarlo. Según le dijo más tarde, se le había acabado el fuelle. Había sufrido un largo bloqueo de escritor tras la muerte de su esposa Jo, y cuando al fin empezó un nuevo libro ocurrieron en su vida una serie de sucesos nada agradables (Noonan no quería hablar de ello y Hanlon no necesitaba escucharlo, aunque había leído en el periódico algo de un tiroteo en el TR-90 donde se mencionaba el nombre del escritor) que le quitaron las ganas de seguir escribiendo.
Al poco de llegar lo convencieron para dar una charla-coloquio sobre el arte de la escritura, sus comienzos, etc., y un par de meses después ya estaba enseñando escritura creativa en el instituto de Derry.
Mike lo conoció cuando fue con su hija a la biblioteca a hacerle el carnet de socia. Mike sabía quién era porque tenía algunos libros suyos en la biblioteca, y se pusieron a hablar mientras le hacía el carnet a la niña. Se cayeron bien desde el principio y al final Noonan le firmó algunos libros.
Coincidieron varias veces más y en cada ocasión mantuvieron conversaciones muy agradables y apasionantes. Fue en una de esas ocasiones cuando Mike le preguntó si podía participar en una charla sobre lo que mejor conocía: la escritura. Afortunadamente había dicho que sí, y su amistad se había visto beneficiada de ello, ya que fue Mike Hanlon el que moderó la charla.
–Mike, vaya susto me has dado–dijo Hanlon estrechándole la mano.
–Lo siento, no lo pretendía.
–No importa, estaba distraído con el espectáculo.
–Sí, es imposible no contagiarse de un ambiente tan festivo. ¿Qué tal la cadera?
Mike se frotó la cadera derecha y se encogió de hombros.
–Ya no volveré a correr la maratón de Nueva York, pero ya lo he asumido. Esta es tu primera vez, ¿no? Me refiero a los festejos del bicentenario de Derry.
–Oh, sí, he pasado una temporada a las afueras de Derry, pero nunca por estas fechas. Esta era una oportunidad que no podía dejar pasar, sobretodo para Ki, ¿verdad, princesa?
–Sí, esto mola.
Noonan le revolvió el pelo y Mike le sonrió a su tocayo. Kyra llevaba un cachorro de labrador sujeto con una correa que no paraba de mover la cola y de lamerle la mano.
–Vaya, ¿quién es este caballero?
–Se llama Stricken y es mi perrito. Tiene nueve meses–dijo Kyra, acariciándole la cabeza y rascándole detrás de las orejas.
–Bonito nombre, creo que nunca lo he oído antes.
–En realidad es Strickland pero ella lo pronuncia así–dijo Noonan–Es una larga historia, no preguntes.
–De acuerdo. ¿Vais a entrar?
–Sí, a Ki le encantan los payasos y los shows con animales. Creo que ya queda poco para que empiece–dijo Noonan consultando su reloj– ¿Te apuntas?
–No, gracias, hace mucho que dejaron de hacerme gracia los payasos. Espero que os lo paséis bien.
–Gracias, Mike. Ki, di adiós al señor Hanlon.
–Adiós, señor Hanlon–dijo Kyra agitando su manita–Di adiós, Stricken.
El perro soltó dos ladridos y Mike se despidió de ellos con la mano. Se quedó un rato allí parado, observando cómo se unían a la cola de la taquilla. Los payasos y acróbatas empezaron a dirigirse a la parte trasera de la carpa, para prepararse para la función. Cerca de él pasó un adolescente con la cara pintada de blanco vestido con un traje de arlequín a rombos rojos y verdes y un sombrero con cuatro puntas con un cascabel en cada una de ellas, subido encima de un monociclo.
–Eh, amigo, ¿no se anima? Seguro que se divierte.
El joven le sonreía de forma grosera, como si supiera de su temor a los payasos y que no le diría que sí.
–No, gracias.
–De todas formas no dejan entrar a negros.
¿Acabo de escuchar lo que creo?
Mike se le quedó mirando, con el ceño fruncido.
– ¿Qué es lo que has dicho?
El arlequín soltó una carcajada y se fue hacia la parte trasera de la carpa, haciendo gestos mímicos de tirar de una cuerda.
He debido de imaginármelo, pensó Mike, viéndolo desaparecer entre los artistas del circo.

Una hora más tarde Mike se hizo la comida y cuando terminó de llenarse la panza se echó una siesta. Soñó con payasos en monociclos y en bicicletas del siglo XIX y con globos flotando por todas partes y cuando se despertó hora y media más tarde bajó a la feria, que estaba en pleno apogeo, aunque lo estaría más por la noche. Se compró algodón de azúcar y almendras garrapiñadas, y lanzó aros y disparó a la diana, y aunque su destreza había mermado con los años se lo pasó de maravilla, a pesar de los premios de consolación que se llevó a casa.
A media tarde regresó a casa a adelantar algo de trabajo. Redactó un borrador en el que solicitaba al Ayuntamiento seis mil dólares para comprar los mejores y más valorados cómics para la biblioteca. Eso sería un buen incentivo para aumentar el número de lectores infantiles y juveniles.
También tenía que organizar la cita mensual del club de lectura del mes siguiente y tenía intención de convocar un concurso de relatos y otro de poesía, cuyas mejores composiciones se publicarían en la revista mensual de Derry. Tal vez llevara adelante el proyecto de crear un taller de escritura de relatos cortos. Tendría que mencionárselo a Noonan, quizá accediera a dirigirlo. Pero eso sería más adelante, antes tenía muchas otras cosas que hacer. La vida del bibliotecario no era un camino de rosas.
Hacia el atardecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse y el cielo se iba tiñendo de un violeta azulado, Mike decidió ir al cementerio a visitar la tumba de su padre. Al cruzar la verja se encontró con Lois Roberts, una anciana de unos setenta y cinco años a la que conocía desde siempre. Hablaron unos minutos y luego ella le dijo que iba a visitar a Ralph. Mike le respondió que iba a hacer lo propio con su padre y se despidió de ella.
Mientras se dirigía a la hilera de tumbas en la que se encontraba la de su padre, no pudo evitar pensar en el señor Roberts. Se entristeció mucho cuando supo que había muerto atropellado, hacía tres años.
Mike recordó cuando aquel fanático antiabortista lo apuñaló en la biblioteca. Menudo susto se había llevado. Él y todos los que estaban allí. En aquellos días había mucho revuelo con Susan Day, una activista proabortista que iba a dar una conferencia sobre el tema en Derry. Hubo muchos altercados, como con aquel Pickering, y luego aquel loco que arrojó una bomba sobre el Centro Cívico desde un avión… Madre mía, menuda se armó aquel día.
En una de sus charlas con Noonan descubrió que él había conocido a Ralph Roberts en su época de donante de sangre, y que lamentó mucho su muerte cuando se enteró por los periódicos. Aquella noche brindaron por Ralph, estuviera donde estuviese.
Mike estuvo diez minutos con su padre y luego fue a hacerle una breve visita a Ralph Roberts. La señora Roberts ya se había ido.
Cuando regresó a su casa y subió las escaleras del porche, vio que alguien había atado un globo rojo al pomo de su puerta.
–Pero, ¿qué…?
Mike empezó a desatar el nudo y mientras trataba de aflojarlo el globo explotó. Mike lanzó un alarido y se encogió instintivamente.
–¿Qué pasa, Mikey, no te gustan los globos?–dijo una voz tras él.
Justo delante del porche estaba el arlequín del monociclo, sonriendo como un demente, con su cara emborronada de blanco. Estaba sentado sobre su monociclo, sin darle a los pedales.
A Mike algo no le encajaba.
¿Por qué no se cae? Nisiquiera se tambalea. Está tan inmóvil como una estatua y no se cae del monociclo.
Era como si el monociclo fuera una prolongación de su cuerpo.
–¿Qué quieres?–le preguntó, agarrando con fuerza la empuñadura de su bastón.
–Oh, Mikey, Mikey, ¿me preguntas qué quiero?–el arlequín soltó una carcajada y comenzó a balancearse como un péndulo, media pedalada hacia delante, media pedalada hacia atrás–Sólo divertirme y dejarme llevar. Eso para empezar.
–¿Pues por qué no das media vuelta y regresas a tu carpa? Apuesto a que allí hay mucha gente divirtiéndose en estos momentos.
El arlequín paró de pedalear y lo miró fijamente, sin dejar de sonreír.
–¿Apostarías tu pellejo?
Mike sintió un escalofrío que le recorrió la columna y su corazón golpeó con fuerza contra el pecho.
Uno de ellos solía decirlo. Apostar el pellejo. Pero, ¿quién?
–Oh, vaya, ¿te encuentras bien, Mikey? Te has puesto pálido, y eso en un negro es algo raro.
El arlequín bajó del monociclo de un salto y se acercó a Mike.
–Ten, para que recuperes la sonrisa…–extendió una mano y en ella apareció un globo negro–¿Ves? Es negro, como tú. Ten, abre la mano.
El arlequín abrió la suya y el globo se elevó en el aire.
–Oh, mira lo que has hecho. Ahora el globo no parará de flotar y flotar hasta llegar a las estrellas. Es lo que tiene el helio, ¿no?
Mike sintió otro escalofrío y retrocedió hasta tocar la puerta con la espalda.
–¿Quién eres?–preguntó en un susurro, poniendo el bastón entre él y el arlequín.
El chico de la cara pintada lo miró brevemente, como si le estuviera preguntando si creía realmente que aquel palo de madera le serviría para algo, y a Mike se le cayó el bastón al suelo.
El arlequín puso cara de consternación.
–Oh, vaya, la edad ya te ha afectado a la memoria, ¿eh, viejo? Supongo que a todos os pasó tras subir de las cloacas. Espera un momento, tú no bajaste, ¿verdad, Mike? Tú te quedaste en tu camita del hospital mientras los demás hacían el trabajo sucio. Una lástima que el pobre Eddie no lo consiguiera.
Mike sintió como si una mano helada le estrujara el corazón y lo redujera al tamaño de una nuez. Abrió los ojos de puro terror y se pegó más a la puerta, como si quisiera traspasarla con su cuerpo.
Ahora recordaba todo, y deseó seguir en la ignorancia.
–Eso es, Mikey–dijo el arlequín, aspirando con fuerza por la nariz–Cuanto más aterrado estás, mejor hueles.
–No es… no es posible. Te… te matamos.
–No, negro, matasteis a mi madre, no a mí–sus dientes se convirtieron en afilados colmillos y todo rastro de simpatía desapareció de su rostro.
–Las crías…
–Sí, mis hermanos y hermanas. Tus amigos mataron a mamá y a mis hermanos, pero yo sobreviví. Me escondí y dormí, esperando a estar lo suficientemente fuerte como para poder salir a la superficie y llevar a cabo mi venganza–el arlequín agarró a Mike del cuello con una mano y lo levantó un palmo del suelo–Ese momento ha llegado y tú tendrás el privilegio de ser el primero–sus ojos se convirtieron en dos puntos de luz que comenzaron a brillar intensamente, y Mike dejó de resistirse.
Era incapaz de apartar la mirada.
–Un negro muerto de miedo–dijo el arlequín, sonriendo–Mi plato favorito.
Y le arrancó el corazón.

A medianoche la criatura con aspecto de arlequín se detuvo frente a la estatua conmemorativa de las víctimas de la tormenta de 1985 y la observó detenidamente. La criatura sabía todo lo que había pasado entonces gracias a la memoria genética característica de su especie, que contenía todos los recuerdos de su progenitor. Llevaba con él un cubo que dejó en el suelo. El cubo contenía la sangre y vísceras del bibliotecario. Metió dos dedos en la sangre y escribió sobre la placa conmemorativa:

¡PENNYWISE ESTÁ VIVO!

La gente creería que era tinta de spray, pero cuando observaran más detenidamente sabrían la verdad y se asustarían. Y él (Eso) se alimentaría. Pero antes buscaría a los otros Perdedores. Eran cuatro y estaban viejos. No lo verían venir.
Luego regresaría a su madriguera a dormir hasta que se hubiera desarrollado del todo y saldría a comer.
La criatura regresó a la casa del negro para esconder allí el cubo y luego empezó a caminar hacia los límites del pueblo.

Flashforward

Opinión

Creo que si los creadores de la serie hubieran tenido su propio Flashforward no se habrían molestado en hacerla. No me malinterpretéis, a mí la serie me encantaba y estaba realmente enganchado, pero el final fue una cagada. Tonto de mí, esperaba que resolvieran alguno de los misterios, y en vez de eso lo dejaron todo abierto, como si fuera a haber una segunda temporada. Pero ya se sabía que la serie estaba cancelada, así que, ¿pa qué? ¿Tanto les costaba a los guionistas dar alguna respuesta? No sé, no creo que fuera tan difícil. Pero es lo que pasa cuando te alejas completamente de la historia del libro (del que hablaré en su apartado correspondiente).
Si cuando pararon la serie para retocar los guiones la hubieran cancelado, no habría supuesto ninguna diferencia. Así te queda un mal sabor de boca y sientes como si te hubieran timado. Eso sí, si algo se salva del último capítulo es la canción que suena durante el segundo desvanecimiento. Muy bonita.

Argumento

Durante 2:17 segundos todos los habitantes del planeta pierden el conocimiento y ven un atisbo de su futuro. El FBI crea una unidad para investigar el fenómeno, cómo ha pasado y quién es el responsable. Paralelamente crean una página donde todo el mundo puede escribir lo que vio en su flashforward y de esta forma reconstruir ese día de dentro de seis meses.
Mientras, algunos quieren comprobar si sus visiones se van a hacer realidad, y otros tratan de impedirlas a toda costa.

Personajes

Mark Benford (Joseph Fiennes)

El agente del FBI Mark Benford es el protagonista. Ex-alcohólico, es el encargado de investigar el desvanecimiento. En su flashforward estaba en su despacho, borracho, atando algunos cabos sueltos de la investigación cuando unos hombres enmascarados y armados aparecen para matarle.

Olivia Benford (Sonya Walger)


La doctora Olivia Benford es la esposa de Mark Benford y en su flashforward estaba con otro hombre. Debo decir que me sentí muy decepcionado al ver que su flashforward se hacía realidad.

Demetri Noh (John Cho)


El compañero de Mark Benford es el único que no tuvo un flashforward, lo que significa que en seis meses estará muerto. Demetri centra todos sus esfuerzos en averiguar cómo será su muerte y en tratar de evitarla a toda costa.

Nicole Kirby (Peyton List)


La canguro de la hija de los Benford. En su flashforward estaba siendo ahogada y sentía que se lo merecía.

Janis Hawk (Christine Woods)


Trabaja con Mark y Demetri en los flashforwards. En el suyo estaba embarazada. Eso choca con el hecho de que es lesbiana y soltera.

Bryce Varley (Zachary Knighton)


El ayudante de la doctora Benford iba a suicidarse cuando se produjo el desvanecimiento. En su flashforward estaba enamorado de una mujer japonesa

Aaron Stark (Brian F. O'Byrne)


Amigo de Mark y su padrino en Alcohólicos Anónimos. En su flashforward veía a su hija, pero su hija murió en Afganistán, supuestamente.

Lloyd Simcoe (Jack Davenport)


Es el hombre con el que está Olivia en su flashforward y el responsable del desvanecimiento. O al menos eso es lo que él cree.

Simon Campos (Dominic Monaghan)


Es el socio de Lloyd y un auténtico genio. Él no tuvo flashforward porque es el Sospechoso Zero, el hombre que estaba despierto mientras todos los demás permanecían inconscientes. Fue manipulado por los responsables del desvanecimiento para hacerle parecer culpable ante el mundo. Lo que Simon busca es vengarse de ellos por haberle secuestrado a la hermana pequeña.
Fue otra decepción, porque tanto hablar de venganza y al final se queda en nada.