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viernes, 26 de noviembre de 2010

El Juego

Ya que se ha cancelado el concurso de relatos, aquí os presento el mío.


EL JUEGO

El Juego se iba a llevar a cabo en esta ocasión en un viejo almacén abandonado del puerto, a las afueras de la ciudad.
Las reuniones del Juego se realizaban una vez al mes y cada vez era en un sitio diferente. La seguridad era lo más importante, porque su algún día salía a la luz lo que ocurría en aquellas reuniones todos los que estuvieran relacionados con ello de uno u otro modo, pasarían el resto de sus días en prisión.
Andrew me lo había contado todo sobre ellos, al menos todo lo que sabía, y mientras daba vueltas con el coche buscando el almacén no podía dejar de cuestionármelo todo. ¿Y si se daban cuenta de que no era del club? ¿Y si habían cambiado la contraseña? ¿Y si me registraban? ¿Se limitarían a decirme que me fuera o me impedirían salir con vida de allí?
Pero me daba igual. Llevaba años esperando aquella noche. Años de investigación, entrevistas con gente que había jugado o que sólo se habían limitado a observar, de intentos fallidos de localizar cuándo y dónde jugaban. Y no había sido fácil. Aquel era un club muy selecto y no hablaban de sus cosas con cualquiera. Había tenido que ganarme su confianza poco a poco, hasta que finalmente me dijeron el día y el lugar.
Tres años viviendo y respirando por aquella noche. Tres años desde que habían matado a mi hijo. A Gabriel. Y hoy por fin alcanzaría mi venganza.
Tardé unos diez minutos en encontrar el almacén pero cuando lo vi supe que era aquel. Era el único cuyo exterior estaba iluminado. Dos potentes focos de unos cincuenta metros de altura delataban su posición entre dos enormes grúas, como dos faros en la niebla.
Me acerqué con el coche y me detuve frente al portal automático, de al menos treinta metros de largo. A la izquierda estaba la caseta del guardia, pero en vez de un guardia había un hombre de cabeza rapada enfundado en un traje negro y camisa blanca con un auricular en la oreja. Su rostro era serio e inexpresivo, y no dudé que si descubría que era un impostor me mataría allí mismo.
El hombre se acercó y yo bajé la ventanilla.
–Señor.
Saqué mi mano izquierda por la ventanilla y le mostré el anillo con un rubí octogonal engarzado en él. El anillo significaba que era miembro del club. Aquel había pertenecido a mi hijo, y él a su vez lo había conseguido de un conocido suyo que sí era miembro.
–Perdone, ¿tiene un cigarrillo?–me preguntó.
Aquella era la contraseña de seguridad para comprobar que yo era realmente miembro del club y no alguien que pasaba por allí. No había podido dormir pensando que en aquel momento sería cuando me descubrirían. En tres años era muy posible que hubieran cambiado la contraseña, pero uno de mis contactos me había confirmado que no la habían cambiado en treinta años. Yo había tenido mis dudas, pero al parecer había tenido razón.
–Lo siento–respondí–Sólo fumo habanos.
El hombre asintió y dijo por el auricular que abrieran el portal. Cuando éste se abrió unos cinco metros entré con el coche, y mientras se cerraba detrás mío otro hombre con traje y auricular se acercó a mí.
–Yo le aparcaré el coche, señor.
–No me gusta que nadie conduzca mi coche.
El aparcacoches se me quedó mirando, imperturbable. Así que al final me bajé y él se subió.
–Diríjase a la puerta principal. Allí le darán instrucciones–y desapareció detrás del almacén.
Frente a la doble puerta, con los brazos cruzados, había otro hombre con su correspondiente traje negro, pero a diferencia de los otros dos, llevaba una camisa azul.
Respiré hondo y me detuve delante de él. Aquel era el momento decisivo. Me pediría el nombre y me cachearía, descubriendo la navaja de barbero que llevaba en el interior de mi chaqueta. Me llevaría atrás y el y sus amigos matones me usarían de saco de boxeo.
Pero no pasó nada de eso.
Le mostré el anillo y luego el pañuelo rojo que sobresalía del bolsillo izquierdo del pecho de mi chaqueta, y me dijo que subiera por las escaleras. El pañuelo rojo significaba que iba a participar en el Juego. Si salía elegido, claro.
El hombre de la camisa azul me abrió la pesada puerta de acero y yo entré, sintiéndome como si estuviera caminando sobre pétalos de rosas. Uno de los hombres con los que me había entrevistado me había dicho que a los socios les gustaba respetar el anonimato de los miembros del club, así que no me pedirían mi nombre ni me registrarían. Muchos de los miembros eran personas importantes e influyentes y no las humillarían con un registro.
Lo único que necesitaba para entrar eran un anillo y un pañuelo, y así había sido.
Frente a mí había otra puerta, esta individual y de madera, y a mi izquierda unas escaleras que subían. Arriba había una sala de tamaño considerable con al menos cincuenta personas allí reunidas. Chicos de veintipocos años, mujeres de mediana edad, hombres ya entrados en la cuarentena, gente de clase media y de alto nivel social…
Andrew me había hecho una descripción del hombre que había matado a mi hijo, el hombre al que llamaban el Verdugo, pero no estaba allí. Tendría que esperar a que empezara el Juego para verle.
Tras una larga mesa había tres hombres de avanzada edad y expresión adusta que nos observaban como si fueran aves de presa y nosotros unos insignificantes conejos. Frente a ellos sobre la mesa había dos cajas de cartón.
–Damas y caballeros, ¿me prestan atención, por favor?–dijo el de la derecha, un hombre calvo con gafas de cristal grueso, tan delgado que me parecía toda una hazaña que hubiera tenido la fortaleza suficiente de ponerse de pie él solo.
Las conversaciones y murmullos cesaron de golpe y todo el mundo les prestó atención.
–Gracias. Les agradecemos que hayan podido venir. Para los que sean nuevos en esto, les informo que esta noche se llevarán a cabo tres Juegos. Ahora procederemos a elegir a los dos primeros participantes. En esta caja hay unas bolas con un número. Si tienen la bondad, vayan acercándose y cojan una cada uno.
La gente fue acercándose poco a poco y cogiendo sus respectivas bolas. Yo fui de los últimos. Mientras me apartaba de la mesa pude ver que forzosamente iban a sobrar algunas bolas. El hombre que había hablado le dijo al que tenía al lado los números de las bolas que sobraban y éste fue sacándolas de la otra caja.
–Bien–dijo el hombre de las gafas–En esta otra caja están únicamente las bolas con los números que ustedes han sacado. Ahora las removeremos y sacaremos dos al azar.
El tercer hombre, de unos setenta años y algo entrado en carnes, movió las bolas sin apartar la vista de nosotros, y finalmente cogió una.
Yo eché un vistazo a la mía. El diecinueve.
–Treinta y dos–dijo.    
Un hombre de unos cuarenta años y camisa a cuadros multicolores soltó un “¡Ay!”, hizo un gesto seco de asentimiento y se acercó decidido a la mesa.
–Bien–dijo el de las gafas–Un hombre que sabe lo que quiere. Ahora el segundo, por favor.
El viejo gordo volvió a revolver las bolas y no tardó en sacar la segunda.
–Ocho.
Un chico de unos veinticinco años de pelo rubio y espinillas en la cara se abrió paso con andar vacilante hacia la mesa, mirando a su alrededor, como suplicando que alguien lo detuviera. Pero nadie lo iba a hacer. ¿De qué se sorprendía entonces?
–Ahora acompañaré a nuestros dos primeros participantes abajo. Por precaución todos ustedes se quedarán aquí hasta que acabe el Juego. Si lo desean pueden observar su desarrollo a través de los ventanales de su derecha o bien mediante la pantalla que hay a mi espalda. Ah, y si a alguno de ustedes le entra el pánico y decide prescindir de la palabra dada, les recuerdo que mis compañeros van armados.
Dicho esto salió con los dos participantes. Algunos nos acercamos de inmediato a los ventanales para ver lo que se cocía allá abajo, pero la mayoría decidió verlo por la pantalla de televisión.
Abajo había instaladas unas gradas que recorrían todo el perímetro, ocupadas en su totalidad por al menos cien personas, todas ellas impacientes por ver el espectáculo macabro que les esperaba.
Una alambrada separaba las gradas de un especio de aproximadamente cincuenta metros cuadrados, en cuyo centro había una mesa y dos sillas. A unos metros de la mesa había otra mesa más larga cubierta por algún tipo de instrumental. Desde allí no podía distinguirlo, así que me volví hacia la pantalla. Efectivamente se trataba de utensilios metálicos cortantes. Sierras, tenazas, alicates, tijeras de podar, bisturís, un taladro, un soplete…
A un lado de la mesa había un hombre dándole la espalda a la cámara, que estaba ordenando los instrumentos que iba a utilizar.
El Verdugo.
Me acerqué más a la pantalla, hasta quedar a unos cinco metros.
¡Vamos, date la vuelta!, grité mentalmente, ¡déjame verte la cara!
Entonces el ángulo de la cámara se abrió y aparecieron el hombre de gafas y los dos participantes. El público empezó a gritar, pidiendo sangre.
El chico miraba nervioso a su alrededor, blanco como la cera y  apunto de mearse encima. El hombre permanecía sereno, como si aquello no fuera con él.
Finalmente el Verdugo se volvió y yo di un paso hacia delante, memorizando sus rasgos. Unos cincuenta años, pelo muy corto, casi blanco, perilla y bigote negros con canas y mirada muy fría e inexpresiva
Ahora sólo tenía que conseguir acercarme a él y cercenarle la garganta.
El hombre de las gafas se había hecho con un micro y se dirigió al público. Les presentó a los participantes, sin dar sus nombres, claro (eran el señor Treinta y dos y el señor Ocho) y luego al Verdugo, que como todos sabían sería el encargado de ejecutar el Juego. A continuación pasó a explicar las reglas del Juego, pero yo ya las sabía. 
Los dos participantes se quedarían en calzoncillos y echarían a suertes quién empezaría. Luego el Verdugo sacaría un montoncito de tarjetas como las del Trivial y leería una a cada uno. En cada tarjeta había escrita una parte del cuerpo la cual sería extirpada o extraída sin ningún tipo de anestesia. Así seguirían hasta que uno de los dos se desmayara.
El Juego movía muchísimo dinero. Millones. El público allí reunido apostaba grandes cantidades de dinero por quién ganaría, cuántas amputaciones resistiría el perdedor antes de desmayarse, si alguno se mearía encima o si se echaba a llorar… Mucho dinero, y el que no se desmayara se llevaría dos tercios del total.
Un juego de depravados y también de gente desesperada. Eso es lo que le había pasado a Gabriel. Lo habían despedido a causa de la crisis y no fue capaz de encontrar otro empleo, y empezó a ahogarse en facturas. Incluso iban a echarlo de su piso. Ya no sabía qué hacer y entonces oyó hablar del Juego. Si lo hubiera sabido lo habría ayudado, pero hacía años que no nos hablábamos, por mi culpa y mi mente anticuada y conservadora. Cuando me dijo que era marica y nos presentó a su novio, Andrew, me sentí abochornado y avergonzado. ¿Mi hijo? No podía ser. ¿Marica? No, de ningún modo.
Monté en cólera y lo eché de casa. Le dije que ya no era mi hijo y quemé todas sus fotos. Y la siguiente vez que lo vi, estaba irreconocible. Le faltaban varios dedos, una oreja, tenía un ojo fuera de la cuenca ocular…
Nos enteramos por Andrew. Fue él quien llamó a casa. Nos contó lo que sabía de los problemas de Gabriel y nos habló del Juego.
Gabriel se lo había ocultado hasta el último momento.  Cuando Andrew supo lo que pretendía ya era demasiado tarde. Cuando llegó al sitio, mi hijo ya estaba en plena partida, con algunos miembros de menos y chorreando sangre. Intentó llegar hasta él pero le dieron una paliza y lo echaron a la calle.
Irónicamente mi hijo ganó, pero acabó muriendo desangrado. Solía pasar algunas veces y en esos casos el club se quedaba con el dinero. ¿Para qué pagarle a un muerto?
Eso supuso un punto y aparte en mi matrimonio. Mi mujer me culpó de su muerte y se divorció de mí. Yo por mi parte me obsesioné con encontrar ese club y al hombre que lo había matado.
–Antes no era así–dijo una mujer a mi lado, sacándome de mis recuerdos.
–¿El qué?
–Antes eran los propios participantes los que tenían que automutilarse. Pero hubo uno que se echó atrás y le clavó un machete al Verdugo en el hombro. Yo estaba aquí ese día y jamás pensé que lo oiría gritar de aquella manera. Por primera vez, parecía una persona real, como tú y como yo.
Eso era un problema, porque no sería fácil cogerlo por sorpresa.
–Parece que ya empieza–dijo alguien, y todos prestamos atención a la pantalla.
Los dos participantes empezaron a quitarse la ropa hasta quedar en calzoncillos y luego se sentaron. El Verdugo sacó una moneda y les pidió que escogieran.
–Cara–dijo Treinta y dos.
–Cruz–dijo Ocho.
El Verdugo lanzó la moneda al aire. Salió cara.
–Usted empieza.
Treinta y dos ni se inmutó.
El Verdugo se sacó un mazo de tarjetas del bolsillo de su chaqueta y leyó la primera.
–Primera falange del dedo índice de la mano izquierda.
El Verdugo escogió un machete de carnicero. Se acercó al hombre y esperó. Treinta y dos apoyó la mano con firmeza sobre la mesa con los dedos bien separados.
–Adelante.
El Verdugo le sujetó la muñeca con una mano y colocó el filo del machete sobre la articulación de la primera falange. Luego lo levantó sobre su cabeza y lo dejó caer con fuerza. La falange se separó del dedo con facilidad y del corte manó un buen chorro de sangre oscura. La reacción de Treinta y dos fue torcer el rostro en una mueca de dolor y soltar un “¡Ah, joder!”, pero se mantuvo firme como una roca. No como Ocho, que tenía una expresión de pánico y asco en el suyo.
–Se va a venir abajo–dijo alguien detrás de mí.
–No durará ni dos turnos–dijo una mujer.
El Verdugo leyó la siguiente tarjeta.
–Lóbulo oreja derecha–cogió unas tijeras de podar y se acercó al chico, que ya estaba temblando.
–No–suplicó–No puedo. Lo… lo dejo. Abandono–y se puso de pie. El público empezó a abuchearle.
–Nadie abandona el Juego. O te sientas ahora mismo o te clavo esto en la yugular y dejo que te desangres lentamente.
–¿No debería haber alguien de seguridad abajo?–pregunté.
–No es necesario–me respondió alguien–El Verdugo se basta y se sobra.
Y así fue. El chico volvió a sentarse, aunque siguió igual de asustado. El Verdugo colocó las dos hojas de la tijera en torno al lóbulo de su oreja, y las cerró de golpe. El lóbulo saltó en el aire y el chico dio un alarido, llevándose una mano a la oreja mutilada, que enseguida se manchó de sangre.
–Oh, Dios, oh, Dios…
El Verdugo lo ignoró y leyó la siguiente tarjeta.
–Pezón izquierdo–el Verdugo cogió una especie de pinzas de mango largo, similar a las utilizadas por los que hacían piercings para estirar la piel, y una pequeña sierra eléctrica. 
El Verdugo estiró el pezón con la pinza hasta donde pudo y encendió la sierra eléctrica. La hoja empezó a oscilar arriba y abajo rápidamente hasta que los bordes dentados de la hoja se hicieron borrosos. Acercó la hoja al pezón y la sierra empezó a cortar la piel. No fue un corte tan limpio ni tan rápido como se suponía. Quizá fueron tres segundos, pero para Treinta y dos se hicieron eternos. La sierra desgarró la piel del pezón, comiéndose hilos del tejido a medida que avanzaba y salpicando sangre por todo el pecho de Treinta y dos. La expresión de su cara era de verdadero sufrimiento. Tenía los ojos tan fuertemente apretados que llegué a pensar que se los había reventado y que en cualquier momento empezaría a llorar sangre. Cuando el Verdugo acabó, en donde antes estaba el pezón había un círculo rojo que goteaba hilillos de sangre pecho abajo.
Treinta y dos arqueó la espalda y golpeó la mesa con ambos puños.
–¡Joder!
Aquello debía escocer bastante.
El Verdugo tiró el pezón por encima de su hombro y procedió a leer la siguiente tarjeta.
–Pellejo de la frente–sin perder un instante cogió un bisturí de la mesa y se acercó al chico.
–¿Pellejo? ¿Cuánto? O sea, será un trocito, ¿no?–balbuceó Ocho, empapado en sudor.
–Toda la piel de la frente–dijo el Verdugo mecánicamente.
–¡No, por favor! Yo no… Oh, Dios…
No podía verse porque estaba sentado, pero en el suelo surgió un charco de color amarillento.
–Sabía que no tardaría en mearse–dijo alguien detrás de mí.
El Verdugo esquivó el charco de orina y agarró la cabeza del chico desde atrás.
–Ahora no muevas la cabeza o esto será una verdadera chapuza.
Colocó el filo del bisturí bajo la línea del pelo y empezó a deslizarlo con apenas un poco de presión. Una línea roja apareció y empezaron a resbalar hilos de sangre por la frente. Entonces el cuerpo de Ocho sufrió una convulsión y se relajó.
Se había desmayado.
–Bien, ya tenemos ganador–dijo alguien.
–Lo que dije yo, dos turnos–dijo una voz femenina.
El hombre de gafas hizo entrar a dos de sus guardaespaldas y estos cargaron con Ocho fuera de allí. Él los siguió después de hacerle gestos a Treinta y dos de para que los acompañara, y los cinco salieron del ángulo de la cámara.
–Damas y caballeros–dijo el viejo gordo–Mientras mi compañero ultima los detalles para que el ganador reciba su premio y atienden las heridas de ambos, nosotros proseguiremos con el siguiente sorteo.
Esta vez fue el otro hombre el encargado de remover las bolas, un hombre de barba rala y cola de caballo.
–Cuarenta y siete.
Un hombre ligeramente entrado en carnes, pelo desgreñado y barba espesa se dirigió a la mesa sin dudarlo un instante. Parecía extrañamente entusiasmado.
–Quince.
A mi lado una mujer rubia de aproximadamente mi edad se quedó petrificada, con los ojos abiertos como platos observando la bola que sostenía en su palma.
–Quince, por favor–repitió Cola de caballo.
Yo la miré y ella me miró, suplicándome ayuda con los ojos. Y no lo dudé. Aquella era la oportunidad que estaba esperando. Con un gesto rápido cambié mi bola por la suya y levanté el puño mientras iba hacia la mesa.
–Aquí, aquí, estoy aquí.
–Bien, ahora acompañaré a estos caballeros a la zona de juegos. Espero que superen el espectáculo ofrecido por sus compañeros–se rió y bajamos las escaleras tras él.
Cuando entramos en el almacén el público se enardeció. Nos gritaron y vitorearon, deseando ver cómo nos desmembrarían poco a poco. Aquello me sobrecogió, pero me olvidé de ellos y me concentré en el hombre que me esperaba al fondo.
Cola de caballo nos abrió la puerta de la alambrada y tras entrar cogió un candado que había colgado de unos de los huecos de la alambrada.
–¿Para qué es eso?–pregunté.
–Por si os rajáis y os da por escapar–empezó a colocarlo y entonces yo actué rápido.
Saqué la navaja de barbero y con un golpe de muñeca desplegué la hoja. Con la otra mano le tiré de la cola de caballo hacia atrás y mientras comenzaba a protestar le rebané el pescuezo. Cayó hacia atrás, apretándose el cuello con ambas manos inútilmente y ahogándose en su propia sangre. Me dispuse a cachearlo cuando Cuarenta y siete me agarró del brazo.
–¿Pero qué coño haces? ¿Te has vuelto loco o qué?
Le di un codazo en la nariz, rompiéndosela, y lo empujé.
–Apártate de mí o acabarás como él–dije señalándole con la navaja.
El hombre trastabilló hacia atrás, observándose las manos ensangrentadas.
–Oh, Dios, me la has roto, me la has roto…
Algunas personas del público huyeron gritando que efectivamente me había vuelto loco, pero la mayoría se quedó en sus asientos. Habían pagado invertido mucho dinero en aquel Juego y no pensaban irse con las manos vacías.
Registré a Cola de caballo hasta que encontré el arma. Comprobé que estuviera cargada y me volví hacia el Verdugo. Éste no se había movido en ningún momento. Seguía allí de pie, observándome.
–¿Qué quieres?
–Tú mataste a mi hijo, hace tres años. Él ganó este juego de enfermos pero murió desangrado.
–¿Y?
Esperaba que al ver un arma apuntándole le haría arrepentirse de lo que había hecho, pero le era totalmente indiferente.
–¿Y?–grité–¿Cómo que “y”?
–Para mí son todos iguales. Simples trozos de carne que despedazar.
Eso me puso realmente furioso, y le disparé en la rodilla izquierda. Ésta explotó en un amasijo de huesos, carne y sangre, y el Verdugo cayó al suelo, gritando tanto como antes lo había hecho el chico que se había desmayado.
–¿Qué, duele? Pues imagínate lo que sentía mi hijo cuando lo estabas mutilando.
–Lo que vayas a hacer… hazlo… rápido–dijo el Verdugo con la voz temblándole del dolor–Enseguida estarán… aquí.
–Lo sé–y me acerqué a él con la navaja extendida. Dejé la pistola sobre la mesa y me senté a horcajadas sobre él. Le agarré la cabeza y se la golpeé tres veces con fuerza contra el suelo.
–Abre los ojos, cabrón, no quiero que pierdas el conocimiento antes de tiempo.
El verdugo trató de echarme de encima pero le di un puñetazo en toda la boca.
–Creo que seguiré donde tú lo dejaste–y le hice un profundo tajo justo sobre las cejas, y la sangre empezó a resbalarle por las sienes; no paraba de moverse y el corte resultó un tanto irregular. Me dispuse a realizar el corte transversal pero entonces me agarró la muñeca con una mano y me metió el pulgar en el ojo, apretando con fuerza. Noté cómo mi ojo se convertía en una pulpa sanguinolenta y chillé con todas mis fuerzas. Me aparté de él rodando y me levanté, tapándome el ojo con una mano, tan furioso, que le di un fuerte pisotón en sus partes, y escuché cómo las joyas de la corona hacían “chof”.
Chilló como una auténtica niña, transmitiendo por primera vez pánico en su voz.
Fue entonces cuando oí zarandear la puerta de la alambrada. Era uno de los guardaespaldas y tras él estaban los otros dos viejos.
–No puedo abrirla. El candado está por dentro.
–Pues consigue unas putas cizallas–exclamó Gafas de malos modos.
El guardaespaldas desapareció corriendo y yo cogí la pistola y les disparé. Lamentablemente ahora que solo tenía un ojo había perdido la profundidad, así que no todas las balas dieron en su objetivo. Le di dos veces en el pecho a Gafas pero solo una al gordo en el hombro. Entonces este sacó su arma y me disparó. Dos balas en el pecho y una en el estómago. Caí girando sobre mí mismo y empecé a vomitar sangre.
Al final escuché cómo entraban y trataban de socorrer al asesino de mi hijo.
–Oye, parece que se está ahogando y no deja de temblar. ¿Qué coño le pasa?
Y yo sonreí, porque sabía algo que ellos ignoraban. Había bañado la hoja de mi navaja en veneno de viuda negra –tenía una tienda de animales exóticos– y no podían hacer nada para salvarle la vida a tiempo. Así, mientras mi vida se iba apagando, la del asesino de mi hijo también.
Oírlo fue el sonido más maravilloso del mundo. 

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