Buscar este blog

martes, 16 de noviembre de 2010

Testamento

Bueno, este es el relato que escribí para el concurso de relatos de zombies del ka-tet. Quedé de 16, que para mi primera vez no está mal.

TESTAMENTO

Escribo estas páginas con la esperanza de que si hay supervivientes, sepan cómo empezó todo y conozcan la manera de destruir la toxina que ha exterminado a la especie humana prácticamente en su totalidad.
Desde la habitación que he ocupado en esta base militar durante los últimos cinco años puedo escuchar los gritos incoherentes, irracionales y, sobretodo, inhumanos de los que fueron mis compañeros de unidad y que ahora sólo son envoltorios de carne putrefacta sin alma ni conciencia, movidos únicamente por su ansia de alimentarse.
Las puertas de todas las habitaciones de la base son de cerradura magnética, y en cuanto he podido me he encerrado en mi habitación, he pasado la tarjeta por el lector y luego he inutilizado el mecanismo. No quiero que se me malinterprete. No soy un cobarde. He servido a mi patria con orgullo y valentía y en ocasiones irreflexivamente, sin dudar en arriesgar mi vida. Si me he encerrado no es para que ellos no entren, sino para que yo no pueda salir.
Estoy infectado.
Y antes de convertirme en un maldito zombie devorador de cerebros me pegaré un tiro con mi arma reglamentaria. La tengo aquí, sobre la mesa.
A lo que vamos.
Los culpables de la situación en que se encuentra la humanidad recae única y exclusivamente sobre nosotros: la propia raza humana, y sobretodo sobre las cabezas pensantes del Pentágono.
La guerra de Irak estaba durando ya demasiados años y no se distinguía un claro vencedor. Por cada fanático religioso que matábamos aparecían veinte más, así que a alguien de arriba se le ocurrió el arma definitiva. En vez de enviar soldados a arriesgar sus vidas para matar a un puñado de fanáticos crearían un arma biológica que lo haría en nuestro lugar.
Maldita la hora que se les ocurrió tan brillante idea.
Los científicos del Pentágono diseñaron una toxina muy eficaz, al menos en apariencia. Se transmitía por el aire y no se volvía mortal hasta pasados tres días. Durante ese tiempo los órganos vitales iban fallando paulatinamente hasta que cesaba toda actividad y la víctima moría.
Se probó la toxina en un condenado a muerte encerrado en una habitación hermética, y un amigo mío que trabajaba en el proyecto me contó lo que ocurrió.
Introdujeron la toxina en la habitación en forma de gas y fueron tomando nota de todas las reacciones del sujeto durante esos tres días: debilidad, palidez, mareos, hemorragias nasales y auditivas abundantes, incontinencia urinaria y de esfínter, un hambre insaciable y la comida que le daban le sabía a polvo, vómitos y al final la muerte.
Entonces ocurrió un imprevisto. El Imprevisto. Aunque la toxina reducía la actividad de los órganos vitales hasta detenerlos, por alguna extraña razón que no se explicaban la actividad cerebral continuaba tras la muerte del cuerpo, así que un minuto después de la muerte del sujeto este abrió los ojos y se lanzó contra el cristal que separaba la habitación en la que se encontraba de los científicos que observaban atónitos la escena del otro lado, balbuceando algo así como “hambre, cerebro”.
La única forma de eliminar la toxina era someterla a una muy elevada temperatura, así que incineraron la habitación con aquel zombie dentro.
Los científicos querían hacer todo tipo de pruebas con la toxina, descubrir por qué no atacaba el cerebro y por qué convertía a los infectados en muertos vivientes, pero las cabezas pensantes del Pentágono querían utilizar la toxina cuanto antes y se tomaron la transformación en cadáver viviente como un mero efecto secundario. Todo el mundo sabe que el ejército está formado por hombres de acción, nada que ver con los pacientes burócratas que dirigen el país. Así que no se realizaron pruebas y al día siguiente se lanzó la toxina sobre un pueblo de Irak.
Si hubieran permitido las pruebas ahora no estaríamos donde estamos. Habríamos sabido que los zombies transmitían la toxina a través de la piel, la saliva y la sangre. Pero cuando lo supimos ya era demasiado tarde.
El plan era sencillo. Soltar la toxina, esperar a que hiciera efecto, enviar una unidad para matar a los zombies si era posible (por lo menos lesionarlos o mutilarlos para que fuera más sencillo exterminarlos) y luego dejar caer la bomba sobre el lugar para eliminar la toxina.
Ni siquiera se pararon a pensar en las consecuencias que esta acción podría acarrear. Claro que si un retrasado como George W. Bush llegó a presidente, ¿de qué te sorprendes?
En el Pentágono tampoco contaron con que ese día habría viento y que desplazaría la toxina, infectando los pueblos y ciudades colindantes. ¿Cómo puedes quemar algo que está al aire libre y que cada vez se hace más y más grande?
Soltaron la toxina, mi unidad esperó los tres días reglamentarios y luego entramos en acción. Nos equipamos con máscaras antigás, uniforme de camuflaje y nuestros rifles de asalto, pero el trabajo no fue tan fácil como nos lo pintaron. Matamos a muchos volándoles las cabezas, como en las películas, pero a la mayoría los dejamos heridos, con piernas y brazos inutilizados, para que no supusieran una molestia a la hora de hacer desaparecer aquel pueblo con la bomba.
Tuvimos bajas, pocas, y algunos acabaron salpicados con la sangre de aquellos cadáveres andantes. Muchos compañeros, cabreados por haber estado a punto de ser devorados, la emprendieron a puñetazos con los que aún estaban “vivos”, llevando así con ellos la toxina de vuelta a casa. Yo no fui uno de ellos.
Soltamos la bomba y regresamos a nuestra base al día siguiente. Entonces nos percatamos de la catástrofe. En todas las cadenas informaban de la extraña epidemia que convertía a la gente en muertos vivientes. De momento se había extendido a medio continente asiático y parte de Europa. Nosotros éramos conscientes de la gravedad de la situación. Éramos soldados y nunca jamás cuestionábamos a nuestros líderes, pero sabíamos que alguien de arriba la había cagado pero bien.
Al menos pensamos que no cruzaría el Océano, sin saber que había viajado con nosotros en el avión. Tres días es mucho tiempo, y la toxina no dejó de extenderse. Fue como un efecto dominó. Cada infectado tocó a veinte o treinta personas, y cada una de esas personas tocó a otras tantas. Cuando quisimos darnos cuenta la mayor parte de la base estaba infectada.
Muchos de mis compañeros de unidad empezaron a encontrarse mal. Estaban débiles y mareados, además de pálidos, y acabaron llenando la enfermería aún después de que se quedaran sin camas. Y claro, al igual que Jesús se levantó al tercer día, ellos se convirtieron monstruos caníbales que atacaron a sus compañeros y amigos como auténticos salvajes. Eran irracionales, brutales y estaban famélicos. Su fuerza era sobrehumana y arrancaban brazos y piernas con asombrosa facilidad. Allí adonde mirase, había grandes charcos de sangre, vísceras y huesos rodeados aún de carne cruda. Yo y unos pocos soldados reunimos a todos los supervivientes que pudimos encontrar, nos armamos y fuimos volando cabezas hasta poder llegar al amplio laboratorio de la base. Perdimos a algunos por el camino y finalmente nos atrincheramos. Allí tratamos de busca una explicación. El pánico había cundido entre nosotros e incluso se produjeron algunas peleas. Los soldados echaban la culpa a los pocos científicos que había entre nosotros y estos acusaban a los soldados de no haber hecho correctamente su trabajo. Al final se impuso el orden y los científicos contaron todo lo que sabían sobre la toxina. Obviamente si los de la base estaban infectados y no habían respirado la toxina, eso significaba que también se transmitía por la piel. Fue como un jarro de agua fría. Algunos de nosotros habíamos estado en contacto con los zombies y otros con los soldados que regresaron del ataque. Entonces supe que estaba infectado, porque había entrechocado las manos de muchos compañeros, pero aún no había manifestado ningún síntoma. Ya habían pasado al menos dos días y debería estar echando bilis por la boca, pero me encontraba bien. Tal vez mi sistema inmunológico era más resistente que el de mis compañeros. De pequeño había sufrido una grave enfermedad que conseguí superar en contra de todo pronóstico, y desde entonces no había vuelto a enfermar, pero sabía que mi tiempo estaba contado.
Como si de un consejo de guerra se tratase se dictaminó que los infectados tenían que irse del laboratorio. Algunos aceptaron salir a ser devorados por los zombies, otros empezaron a llorar como niños y tuvieron que ser arrastrados mientras se orinaban encima, otros, ante su negativa, fueron ejecutados allí mismo sin vacilar, y otros prefirieron suicidarse a salir con aquellas cosas allí fuera. Yo no dije nada. Como aparentemente parecía sano, no les corregí de su error. Mi intención era ayudarles en todo lo posible y en cuanto manifestara algún síntoma quitarme yo mismo la vida.
Tras las bajas quedamos diez personas. Estuvimos un par de días allí encerrados, escuchando a nuestros antiguos compañeros gritar como salvajes, clamando comida (sobretodo cerebros), sin saber muy bien qué hacer a continuación. Por la radio supimos que la toxina se había extendido a Estados Unidos y Canadá, y gran parte de Europa. El único sitio que aún se resistía era África. Tal vez por su clima, pensé. Demasiado calor para que la toxina prospere.
No podíamos quedarnos allí para siempre, tarde o temprano los zombies echarían la puerta abajo, así que les propuse mi plan. Era posible que en África estuviéramos a salvo.
– ¿Y cómo llegaremos hasta allí?–preguntó uno de los soldados.
Dos pisos por encima de nosotros estaba el helipuerto, donde había un helicóptero con el espacio suficiente para cinco de nosotros.
– ¿Y el resto qué?–preguntó uno de los científicos– ¿Esperaremos aquí a que nos devoren para la cena?
Yo estaba convencido de que el resto no llegaría hasta el helicóptero, pero si les decía eso volvería a cundir el pánico.
–En el edificio de al lado hay un avión–les dije, lo cual era cierto–Nos dividiremos en dos grupos y cada grupo irá a un sitio.
Cada grupo estaba formado por tres soldados y dos científicos. Yo estaba en el del helicóptero y salimos en segundo lugar. Abrimos la puerta y el primer grupo se dirigió hacia las escaleras de la izquierda. Era extraño que no hubiera zombies en el pasillo, pero un minuto más tarde escuchamos unos disparos seguidos de unos gritos desgarradores y supimos que no lo habían conseguido. Nosotros nos miramos con el miedo dibujado en el rostro, pero mis compañeros y yo obligamos a los científicos a moverse. Corrimos hacia la derecha, donde había un ascensor que nos llevaría directamente hasta el helipuerto. No encontramos a ninguno por el pasillo, pero mientras esperábamos a que el ascensor abriera sus puertas aparecieron cuatro por donde habíamos venido. Apenas los vimos empezamos a dispararles y les destrozamos las cabezas antes de que pudieran llegar a nosotros. En cuanto las puertas del ascensor se abrieron subimos a la cabina, y treinta segundos después se detuvo en el último piso. Al abrir las puertas dos zombies agarraron a uno de los soldados y lo lanzaron hacia delante. Sin perder un instante empezaron a desmembrarlo y destriparlo entre alaridos. Mi otro compañero y yo empujamos a los dos científicos hacia el fondo del ascensor y les llenamos el cuerpo de plomo. Cuando el peligro pasó insté a mi compañero de que llevara a los científicos hasta el helicóptero, mientras yo me aseguraba de que ningún muerto viviente estuviera vagando por la zona que había tras el ascensor. Entonces escuché un grito a mi espalda. Los tres supervivientes de mi grupo se habían detenido a medio camino porque tras el helicóptero aparecieron tres zombies más. Mi compañero iba a dispararles cuando le grité que se detuviera.
–Podrías darle al helicóptero. Déjame a mí.
Los moví hacia la derecha y esperé con bastante sangre fría, he de reconocerlo, a que los zombies se acercaran. Cuando estuvieron a unos cuatro metros dejé caer mi rifle de asalto y saqué dos pistolas de mi espalda. Le metí a cada uno una bala entre ceja y ceja y tras comprobar que no había más pudieron subir por fin al helicóptero.
–Iros rápido–les dije, vigilando la puerta del ascensor.
– ¿A qué esperas?–me dijo el otro soldado–Venga, sube.
– No, no puedo–le dije con una sonrisa de suficiencia–Estoy infectado.
– ¿Cómo vas a estar infectado? No tienes síntomas.
Y en ese momento estornudé y salpiqué el suelo de sangre.
–Creo que esto prueba lo equivocado que estás–le dije, y le guiñé un ojo.
El soldado, que ya había encendido los motores, me hizo un gesto con la cabeza y yo me despedí, dando una palmada en el exterior del helicóptero. Me llevé una mano a la sien y luego retrocedí hasta la puerta del ascensor, mientras veía el helicóptero alejarse. Recogí mi fusil del suelo y bajé al primer piso. Decidí dirigirme a mi habitación y por el camino me cargué a un montón de hijoputas. Conseguí entrar y cerrar la puerta antes de que dos de ellos me echaran las manos encima.
Y eso es todo. Llevo escribiendo esto desde hace cosa de una hora y aunque aún estoy en pleno uso de mis facultades he empezado a notar algunos síntomas. He vomitado dos veces y han empezado a sangrarme los oídos, y ya me tiemblan las manos. Me ha parecido oír gritos fuera, seguramente de algunos supervivientes más, pero no creo que consigan salir de esta. Esto es el fin y no hay nada más. Si encontráis esto sabréis lo que tenéis que hacer para acabar con los zombies y la toxina. En resumen, bala en la cabeza y fuego. E iros a África, no es cien por cien seguro, pero es lo que hay.
Espero que mis amigos lo hayan conseguido. Y si no es así, lo más probable es que los vea en el infierno dentro de un minuto. Allí es donde acaban los suicidas, ¿no? En todo caso no creo que sea peor que esto.
Hasta pronto.

FIN

2 comentarios:

  1. Muy buen relato, sin duda. Estuvo entre los primeros 10 de mi listado. ;D

    ResponderEliminar
  2. Gracias, creo que para una primera vez no acabé demasiado mal. Espero que también te guste el del nuevo concurso. A ver si adivinas cuál es el mío.

    ResponderEliminar